Cama

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CAMA » 35

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Mamá llegó tarde a casa. Hizo ruido al meter la llave en la ranura y colgó su bolso en el gancho que debía servir (pero nunca sirvió) para dejar los sombreros. Con un movimiento experto del pie, liberó su talón del zapato y a la inversa, hasta que ambos cayeron al suelo, desde donde los pateó hasta su sitio como si fuesen ratones. Y antes de que sus pies tocasen la moqueta ya estaban enfundados en unas zapatillas, que dirigió hacia la cocina arrastrándolas. En medio de la titilación del fluorescente se puso a llenar de agua el hervidor y luego lo encendió: era el primer compás de una partitura que se conocía a la perfección y que interpretaba un día tras otro la orquesta de la cocina que ella dirigía. Claqueteos, silbidos y zumbidos. El repique de latas en la basura y el clac clac de la tabla de cortar luchando con un cuchillo.

Yo permanecí sentado en el salón, en silencio.

Una tortilla para dos, champiñones ligeramente salpimentados. Había pensado en llevarle carne.

—Se ha marchado —dije.

—Lo sé.

Aquella noche, en la cama, la escuché llorar desde su cuarto mientras doblaba su ropa con meticulosidad y la ponía a dormir en un cajón de madera. Oí cómo lo cerraba. Me quedé dormido.

Tres horas más tarde, más o menos, sentí un peso junto a mí en la cama, una mano en el hombro y un suave susurro: «Soy yo, no te preocupes». La mitad de la cara de mamá que no quedaba en la sombra aparecía coloreada por la luz de la luna. Camaleón nocturno.

—¿Qué pasa? —pregunté hablando en sueños, con lentitud, cansado y aturdido.

—Nada —contestó con un murmullo. Pero su voz no ocultaba la preocupación por el pájaro que había abandonado el nido. Si yo hubiese sido Mal, ella se habría quedado en vela toda la noche. Cuando me dormí de nuevo, salió de la habitación.

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