Cama

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Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres.

Deambulo por casa absorto en un estupor melancólico que me impide percibir la brisa de la conmoción cotidiana. Mamá va y viene de la caravana al dormitorio cargando bandejas de comida que se bambolean como la papada de un enorme y baboso sabueso. Me quedo al pie de la escalerilla de papá, que todavía se me resiste. Me digo que ha sido una estupidez intentar siquiera escalarla en el estado en que se encuentran mis piernas.

Mamá no repara en mí cuando me pongo a trastear en el armario del calentador, donde encuentro mi trofeo deportivo de aquel día, hace tantos años. Está cubierto de telarañas y reposa sobre un lecho mohoso de mantas viejas y juguetes de cuando éramos niños. Durante diez silenciosos minutos, me convierto en un arqueólogo de mi propia infancia. Le quito el polvo a los huesos de un dinosaurio proveniente de tiempos que no tenían nada que ver con lo que somos hoy, reconstruyo la cerámica rota de los lejanos días que nuestra familia compartió y me pregunto cómo ha llegado a descomponerse en fragmentos tan pequeños que me cuesta reconocerla. Probablemente este sería un caso para un arqueólogo mejor que yo.

Oigo a papá atareado por encima de mi cabeza, las herramientas de su cinturón de trabajo entrechocando furiosamente en sus caderas: clanc, clanc, clanc. Y me dirijo a la ventana después de coger mi peto de la carnicería, tieso sobre el radiador, y maltratarlo doblándolo con enérgicos y crueles movimientos.

Lou. Esto sí que no me lo esperaba.

Lou. Ahora.

Lou. En el césped.

Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared. Estoy viendo a Lou.

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