Cama

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—¡Eh! Mira. Aquí. ¡Eh! —Levanté la cabeza—. ¿Quieres uno? —preguntó Mal.

Sobre el pecho desnudo tenía un paquete de seis muffins de arándanos. Uno se desprendió del envase y rodó por aquel paisaje de blandos michelines hasta su entrepierna, y allí se hundió.

—Mmm, oh, sí, por favor, dame ese mismo. ¿Qué hora es?

—Las cuatro. Y no hacía falta que te burlases. —La voz surgía de su pecho desde tal profundidad que parecía que proviniese de una pequeña réplica de Mal encerrada en una cueva pidiendo auxilio.

—¿Las cuatro de la madrugada?

—Sí.

—Me has despertado.

—Para ver si querías un muffin.

Durante las primeras horas de mi primer día fuera del hospital, era un desastre furioso y demacrado. La experta mediación de mis calmantes se había terminado. Sentía las piernas calientes pero mi cuerpo era incapaz de regular su temperatura, así que estaban recubiertas de puntos rojos, pelitos erectos formando una especie de comitiva de peregrinos que dirigen sus plegarias a una roca sagrada alrededor de la base de tubos metálicos atravesados en la carne. Bajé la mirada hasta los enormes muslos de Mal, que semejaban sacos de boxeo envueltos en carne picada, seis veces más grandes que los míos, incluyendo los clavos y todo lo demás.

Una mosca diminuta hacía equilibrios en la punta del dedo gordo de uno de sus pies, con la uña del color de las natillas; el insecto estaba posado ahí sobre sus patas traseras y se frotaba las delanteras con aire de suficiencia. Mal no la notaba debido a la espesa capa de piel muerta que mamá tendría que reducir a delicadas virutas a fuerza de raspar.

Suspiré.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—¿A ti qué te parece?

A pesar de la reverberación azul del televisor y de la luminiscencia verdosa del contador colgado en la pared, que nos coloreaban como un neón barato, me volví a quedar dormido enseguida en la oscuridad con la perversa ayuda del áspero metrónomo que para mí representaba la dificultosa respiración de Mal.

Me desperté de nuevo tres horas más tarde, porque mamá entró con una bandeja en la que vacilaba la vajilla de porcelana: dos cuencos repletos hasta los topes de ketchup y mostaza. Descorrió las cortinas y la luz del sol me dio de lleno, con lo que evitó la posibilidad de que siguiese dando cabezadas. Me dediqué a mirarla mientras aplicaba pomada a las pústulas marrones y quebradizas que tenía Mal en los costados, quitaba y cambiaba tubos, vaciaba y llenaba bolsas, pasaba algodones por entre los numerosos pliegues.

A continuación se puso a atenderme a mí: me limpió las heridas que me había hecho el acero en la piel con un antiséptico que me provocó punzadas en las fosas nasales. Me levantó, yo me apoyé en ella. Me colocó las piernas en una especie de cabestrillos que colgaban del techo (mi padre los había diseñado y construido especialmente para mí), y me ofreció un té tan caliente que la taza había arrugado la madera de la mesita. Con las palmas hacia arriba y un par de cordoncitos colgantes; me la imaginé haciendo de marionetista en un teatrillo de juguete, haciendo bailar al unísono a sus dos personajes más famosos con la cuidadosa y precisa manipulación de los hilos que requería el movimiento de nuestras manos y pies. Ella se encargaba de nosotros. Siempre supe que era para eso para lo que mamá había nacido.

A veces me daba la vuelta y me la encontraba dormida, un hilillo de baba goteando desde su boca sobre la almohada. Despertarse. Bostezar. Techo. Desayuno. Limpieza. Aquella monotonía percutía dentro de mi cabeza y amenazaba con atravesarla como si fuese el primer agujero de un pájaro carpintero sobre la corteza de un árbol; no me estallaba salpicando de sesos las paredes porque no me quedaban fuerzas para tanto. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba así, pero eran más días que pasos había dado en mi vida. Un goterón de sudor bajó por la gigantesca mole que formaba el brazo desnudo de Mal hasta que cayó desde sus dedos rojos y regordetes al plato sucio que habían dejado a su lado.

Un odio furioso ardía en mi pecho como un cúmulo de combustibles fósiles. Empleé todas las energías que pude reunir para balancear las piernas en los cabestrillos y hacerlas chocar entre ellas con fuerza como una dentadura que impacta contra el asfalto. El metro escaso que separaba una cama de la otra era un desfiladero, una ínfima separación que suponía toda una vida. Me moría de ganas de llegar hasta él, arañarle, morderle, golpearle. Me sacudí en el aire y machaqué el colchón con los puños, como un pez debatiéndose en el suelo de la cocina después de saltar de su pecera. Me removí con ahínco, provoqué una borrasca de yeso al tironear de mis piernas colgadas hasta que caí boca abajo, agotado, por el hueco entre las dos camas. La parafernalia metálica clavada en mi carne desgarró el material barato del colchón y allí me quedé, atrapado.

—¿Estás bien? —preguntó Mal.

Esperé a que volviese mamá y me ayudase a tenderme de nuevo en la cama. Pensé en el final.

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