Cama

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Gracias a la memoria de los ladrillos, las casas poseen la capacidad de volver a la normalidad, a superar la muerte y el sentimiento de pérdida. Pueden recobrar su forma igual que una esponja o un arroyo. Es una muestra de su innata voluntad de supervivencia incluso en medio de la más formidable destrucción. Así era nuestra casa, y cuando Mal se marchó, llevándose consigo su vibrante forma de ser y su corazón palpitante, no se encogió y se dejó morir como hubiésemos supuesto que iba a suceder. En lugar de eso, se regeneró de la misma forma que lo hace el hígado humano.

Mal venía a visitarnos, tal como había prometido, lo que siempre conseguía sacarle a mamá una sonrisa franca. Se sentaban y charlaban durante horas, ella se aseguraba de que todo le iba bien y él la ponía al día de sus últimas vicisitudes.

—Me han dado un trabajo de oficinista —decía—. Es aburrido, pero me conformaré, y es fácil obtener un ascenso.

Un peinado práctico y elegante había llegado a su cabeza para quedarse. En un par de ocasiones nos cruzamos de camino al trabajo, yo en mi bicicleta y él en el coche de Lou, con una corbata anudada a su robusto cuello abotonado hasta arriba, estrangulando su nuez como un corsé demasiado prieto sobre un busto generoso. Parecía una versión en blanco y negro de Mal. Con la aprobación oficial del gobierno. Cien por cien fiable. En el buen camino. Y avanzando. Fichando. De nueve a cinco. Solo se empina el codo los viernes después de la comida. Salario, una cuestión matemática. Las facturas siempre antes que el ocio. Llegar a casa cansado, organizar las comidas para la próxima semana, irse a dormir. Esperar el fin de semana, supermercado, limpieza del hogar, temer el hastío, la alarma del despertador el lunes por la mañana. Compra semanal, compra semanal. Ahorra si puedes. Vacaciones de verano o una cacerola nueva.

Y, sin embargo, Lou. El tenía a Lou. Poco a poco empezó a acompañar a Mal en sus visitas, ayudando a derretir la capa de hielo que se había formado en su momento. Mamá se esforzaba en fingir que no había sucedido nada entre ellas, que siempre había estado conforme con que Mal se marchase. Vagaba a través de la rutina de sus días sin que, en apariencia, la alcanzasen las noticias del exterior, indiferente ante lo que sucedía a su alrededor. Se concentraba en servirnos a papá y a mí grandes comidas, banquetes elaborados, contenta de vernos acabar con ellos, pero cada vez más aislada a medida que el mundo que había creado la dejaba lentamente atrás.

Papá, más callado cada día, pasaba largas temporadas trabajando fuera. Cuando regresaba, trasladaba su afán y sus construcciones al ático, donde seguía igual de silencioso.

El pegamento sobre el que estuvo colocado Mal se había secado y deteriorado hasta la desintegración. Era como si yo fuese el único que aún participaba de la vida familiar. Seguía viviendo en casa y me daba miedo dejar a mamá sola; así que decidí comenzar a construir mi propia parcela de madurez. Cuanto más frecuentemente tenía a Sal Bay en casa —aunque solo se quedaba por la noche cuando mamá salía tarde del trabajo—, menos me imaginaba que era Lou en la cama. Mi comportamiento ya no era torpe, sino cariñoso y tierno. Normal.

A cambio de ayudarle a reemprender el negocio en nombre de nuestro jefe artrítico, Ted el Rojo me relevó de cualquier preocupación al permitirme que trabajase según el horario que más me apeteciese. De vez en cuando, por ejemplo después de un día duro entregados a desenganchar los tendones de los muslos de unos pavos de Navidad a los que todavía no se les habían quitado las garras, nos íbamos juntos al centro a emborracharnos. A veces Mal se nos unía. La vida avanzaba con un ímpetu sin concesiones, y, pese a que seguía pensando en Lou, me sentía feliz. Al fin y al cabo, sabía que volvería a suceder, de la misma manera que de niño presentía hasta en la última de mis fibras el momento en que Mal iba a convertir un día vulgar en un acontecimiento extraordinario. Y cuando lo hiciera sacudiría nuestro barco embarrancado y aburrido hasta que todos cayésemos por la borda. No estábamos hechos para la vida en alta mar. Ni siquiera estaba seguro de que me importase ahogarme; quizá ya me había ahogado hacía mucho y sencillamente levantaba la cabeza a la espera de que Mal diese con algo que nos sirviese como bote salvavidas. Y no me costaba comprender que si así era como yo afrontaba el leve escozor del conformismo, en el caso de Mal se trataba de una agonía que no sería capaz de soportar por mucho tiempo. Estábamos esperando a que las ansias de rascarse fuesen lo suficientemente irresistibles.

Estaba conforme con la espera en medio de la carne, del hastío y del deseo que sentía por Lou. La fotografía más pesada aún no se había tomado.

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