Cama

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Un día estaba tamborileando con los dedos sobre el radiador como si fuese un xilófono de costillas de hojalata. El frío metal vibraba colmando el aire de melodías robóticas. Mamá estaba limpiando sin levantar la cabeza de entre la neblina de espray abrillantador más que para preguntarse dónde se habría metido papá, que había ido a comprar bayetas a la tienda de Ellis. La que estaba usando la desplegaba, mustia y mojada, con apelotonamiento de mugre y pelos. Apenas apretaba, se limitaba a frotar suavemente adelante y atrás sobre el mantel.

Estaba tan ensimismado contemplando las partículas de aerosol que flotaban en el aire enzarzadas en minúsculas peleas de perros que el sonido del teléfono fue como una detonación. Lo descolgué.

—Ponte los zapatos, nos vamos de vacaciones —dijo Mal, y colgó.

Me quedé escuchando un momento el ronroneo telefónico de una conversación interrumpida, y lo primero que sentí fue agitación.

El viejo coche azul de Lou se subió con cuidado al bordillo, envuelto en largas ralladuras plateadas que lo recorrían en zigzag como si las hubiese dibujado un extravagante torero con su estoque. Mal iba en el asiento del conductor, su pulcro peinado era ahora un desastre y enseñaba los dientes como un chimpancé nervioso. Llevaba puesto el abrigo de Lou, un ancho chaquetón púrpura con botones dorados. Fantaseé con la idea de dejarle una nota en los bolsillos. Me senté en la parte trasera después de empujar mi mochila con un pie. Lou sonrió y me dio un beso en la mejilla. Su mano reposaba en el muslo de Mal, y cuando él habló lo apretó.

—¿Adonde vamos?

—A la playa.

El viejo automóvil tironeó mientras se incorporaba a la carretera con reticencia dejando tras de sí un sendero de humo espectral. Nos cruzamos con papá al final de la calle; hicimos sonar el claxon y lo saludamos con la mano. Yo golpeé la ventanilla hasta que el cristal vibró y la goma que lo aseguraba quedó un poco suelta, pero no nos vio. Su barbilla casi tocaba el volante. Sus pensamientos no estaban puestos en la carretera.

—Bueno, suéltalo —le dije a Mal mientras cogíamos velocidad—: ¿de qué va esto?

Notaba todos los baches y sacudidas concentrados en mis nalgas, las rebabas sueltas del asiento engarfiándose en la carne de mis pantorrillas.

—Me he pasado la semana contestando al teléfono en la oficina. Un capullo que vende cosas que no tiene ni idea de para qué sirven a un atajo de idiotas que no entienden nada. Lou ha estado contando el dinero de otros tras el mostrador de un banco, y me apuesto lo que quieras a que tú llevas cinco días metiéndole los dedos a una vaca —Lou esbozó una sonrisa—. No pienso malgastar los dos días libres que tengo esperando a que lleguen los cinco siguientes, ¿no? Así que he pensado que necesitábamos salir de aquí. Ser otros. Ver qué nos encontramos. Ver qué hay por descubrir.

—¿Emborracharse en la playa?

—Exacto. Para empezar.

El sol calentaba el vello de nuestros brazos a través del parabrisas. Ella mantenía la mano sobre su muslo y él acariciaba su nuca. Incluso en la autopista, durante las incorporaciones y desvíos, incluso en medio del ruido y los volantazos.

Al llegar aparcamos junto a la rampa que usan los botes de salvamento para entrar en el agua. Un hombre alto y su amigo estaban vendiendo relojes baratos en el maletero de su coche; cuando nos vieron, llamaron a Lou. Ella se acercó, más por cortesía que por curiosidad, y fisgó entre el despliegue de porquerías que tenían sobre una manta. Había baratijas de oro y plata, una colección de chatarra hortera y sin ningún valor. Un barómetro interno de lo que estaba fuera de lugar me impulsó a seguirla.

—¿Ves algo que te guste, cariño? —inquirió el vendedor. Unas venas tumefactas deformaban su cara. Todo en su fisonomía, exceptuando sus finos labios encarnados, parecía brutal.

—No, gracias —contestó Lou.

El la agarró por la muñeca. Me quedé paralizado.

—Vamos, te haré precio de amiga.

Detrás de él, su colega dio un respingo. Se reía forzada e inconscientemente, y el hartazgo se reflejaba en sus ojos. Mis dedos se crisparon. Miré hacia Mal, pero se había ido a buscar una máquina para pagar el aparcamiento; volví a mirar a Lou y vi que el hombre seguía atenazando su brazo. Aunque no como solía hacerlo Mal. Estaba lívida por el terror, como si el otro fuese a partirla en dos, y me buscó con la mirada implorando ayuda, pero yo me sentía impotente y todo estaba sucediendo muy rápido.

—No, gracias —repitió.

Dio un tirón del brazo y lo miró fijamente. Él imitó el mismo gesto con mucha más fuerza, porque pensó que era un hombre y aquellos otros no lo eran en comparación con él. Yo no entraba en esta comparación. Jamás lo haría. La rabia me hacía un nudo en la garganta.

—Vamos —dijo.

Su cara estaba sobre la de ella, la cabeza cuadrada era del doble de tamaño que la de Lou. Contemplé su aliento golpeando la piel de ella, refractando el calor del día. Me fijé en los misiles de saliva que salían despedidos de su boca y caían sobre los párpados de Lou, apretados como la correa de un bulldog.

—Dedícame al menos una sonrisa.

Ardía de furia al ver cómo la chuleaban. Una niebla espesa se cernía sobre mí. Oí al amigo riendo de nuevo.

—O dame un beso.

Mientras lo decía, cerró también los ojos y frunció los labios; yo traté de reunir todo mi coraje y eché hacia atrás el brazo, preparado para descargarlo.

Entonces Mal, con el abrigo morado de Lou atado al cuello como si fuese una capa, el pelo convertido en una maraña negra y desgreñada y calzando dos zapatos distintos, irrumpió con suavidad desde el corazón de la tarde como si llevase ahí todo el tiempo, como si hubiese formado parte de aquel coche o, quizá, del día. Arqueó tras de sí una pierna, se inclinó y le dio un beso corto y rápido en la boca al matón. Y, de repente, él era el hombre: él, que no tenía ni el más mínimo interés por saber cómo se suponía que debía comportarse un hombre. Antes de que ninguno de los otros dos pudiera impedirlo —se habían quedado noqueados—, Mal agarró el borde de la manta dentro del maletero y tiró vigorosamente: un centenar de relojes cutres cayeron contra el cemento y estallaron haciéndose añicos.

Mal asió a Lou y salimos disparados hacia la playa. Ellos nos persiguieron, pero les dimos esquinazo. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos, nos paramos a quitarnos los zapatos y seguimos corriendo incluso más deprisa, hasta que nos dejaron en paz. A una distancia prudencial, una vez la risa venció al miedo, Mal dejó caer la mochila que llevaba al hombro y Lou y yo nos sentamos para recuperar el aliento, fascinados y enamorados.

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