Cama

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Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared.

Las piernas me caben con facilidad en el coche de Lou porque es amplio y americano, importado; tanto los asientos delanteros como los de atrás son dobles, ribeteados por un contorno que les da un aspecto de bancos tapizados en cuero resbaladizo. Tienen el tacto viscoso de un tiburón. Me agacho para introducir la parte superior del cuerpo, me siento y luego me doy la vuelta; aún no puedo doblar ni estirar las piernas. Me siento desmañado.

El aparcamiento de la carnicería de Ted el Rojo está en silencio. La lluvia constante hace que los parabrisas del coche retumben y tiemblen como bacterias bajo un microscopio. Las luces van evolucionando al pasar por debajo de las farolas.

—No volviste —le digo.

El éxtasis de volver a verla enfrentado a la agonía de perderla, un millón de resurrecciones y un millón de muertes.

—Me abandonaste —insisto, y un escalofrío me recorre la espalda, mis muletas crujen.

—Sé lo que hice —responde.

Me cuesta ignorar lo placentero que todavía me resulta contemplar su cara, pero hago acopio de toda mi fuerza de voluntad y solo le demuestro indiferencia.

—Me parece que me debes una explicación.

Creo que está llorando. Veo el brillo de unas gotas iluminadas bajo las luces de la carretera en sus mejillas, pero es un atisbo tan fugaz que bien podrían ser los reflejos en forma de pequeños prismas de mis propias lágrimas.

Lou sigue conduciendo.

—Me he pasado la vida viendo cómo tu hermano se rendía y deseaba morir. No podía quedarme parada mientras mi padre hacía lo mismo.

—¿Y qué hay de mí?

—Sabía que tú no ibas a rendirte.

Las lágrimas bañan su cara, su visión ahora mismo está tan velada como el cristal que tiene delante. Cuando me decido a hablar mi voz fluctúa con saña, como la aguja que dibuja sobre el papel los movimientos de las placas tectónicas que mantienen unido el planeta. Ella mantiene la mirada baja, estruja el volante hasta que la piel de sus manos hace algo parecido a un chirrido.

—Me enteré de lo de la entrevista. Pensaba que quizá había decidido terminar con todo esto hoy.

—¿Con nosotros? —pregunto.

Ella asiente.

—Supuse que había leído la carta que le escribí.

—Puede haberse extraviado, ya sabes la cantidad de correo que recibe. Después de que nos marchásemos perdieron el hábito de abrir las cartas.

—Lástima.

—¿Qué le decías?

—Le pedí que terminase con esto. Que lo hiciese por ti.

—¿Por qué por mí? Si yo te importase no te hubieses marchado de Akron.

—Tenía claro que volvería a buscarte.

—¿Cuándo, ahora?

—Ahora.

—¿Y tu padre?

—Mi padre ya está a salvo —responde.

—¿Cómo?

—Le conseguí un nuevo amor, uno que nunca dejará de corresponderlo. Le di un nieto. —Dejo caer mis manos sobre mis muslos y aprieto—. De hecho, técnicamente, también te lo he conseguido a ti.

Entramos en mi calle. Oímos gritos y vemos a la gente alzando los brazos como si quisieran tocar el aire fresco; las elevan hacia el tejado de nuestro chalet, donde mi padre arranca las tejas y se las va pasando sistemáticamente a esa pequeña congregación empapada por la lluvia.

Me agarro a la mano de Lou, el dorso está húmedo porque se ha limpiado con ella las lágrimas; levanto los parachoques metálicos que emergen de mis piernas y salgo del coche. La gente se aparta al reconocerme y reconocer a quien me acompaña.

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