Cama

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Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared.

Seguía sentado en un rincón jugueteando con mis pies, sin ser consciente del dolor que me infligía el metal atravesado en las piernas, pensando en mi futuro encuentro con Lou. Durante las últimas semanas, la entrevista de Mal era lo único que había ocupado mis embarullados pensamientos, pero ahora dirigía toda mi atención hacia ella.

Hasta entonces, más de trescientos medios de información nos habían hecho llegar sus peticiones. Cada día nos despertábamos con el contestador automático atestado como un sumidero repleto de pelos; se habían ido haciendo más frecuentes con el paso de los años, aumentando en proporción directa a la distensión de la epidermis de Mal. Algunas cadenas de televisión de Europa y América nos tentaban con adulaciones y regalos en un intento de garantizarse los derechos de una exclusiva de nuestra historia. Los representantes de la prensa sensacionalista llegaban con ojos lobunos y sus maletas llenas de dinero a cambio de las declaraciones de Mal, pero papá declinaba sus ofertas cerrando con un dedo la puerta de la caravana. En venganza, invertían aquellos billetes en los rumores y los miserables embustes de cualquiera que afirmara conocernos. Por norma general, el día siguiente a nuestra negativa amanecía con una primera plana salpicada de suculentas estupideces que no eran más que un refrito de algo ya publicado semanas antes en el mismo tabloide.

En una ocasión, alguien nos dijo que cuando se aireaba alguna historia relativa a Mal en los titulares de una revista importante la cifra de ventas habitual se multiplicaba por tres. Yo, desde luego, no tenía nada en común con la inmensa mayoría del público. En las tertulias matinales y en publicaciones de baja estofa aparecían primos segundos que ni siquiera conocíamos charlando sobre cómo se comportaba Mal cuando venían a visitarlo. Mentirosos. Semanas más tarde te los podías topar mientras aparcaban su nuevo y flamante cochazo en el centro, con sus hijos pequeños mal vestidos y lamiendo unas piruletas fluorescentes e hiperactivas.

Y sin embargo, en casa estábamos a salvo. Enclaustrados.

No obstante, hoy se trata de todo lo contrario: el Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared. Es una ocasión especial, porque hoy Mal ha accedido a que un equipo de informativos entre en casa.

Mamá extiende sobre él una sábana limpia que le tapa justo hasta el último pliegue de la papada, como si fuese una marca que delimitara su cuerpo. Los médicos y los psiquiatras se han marchado. El cuarto se ve ordenado, la cama está hecha. Mamá aparece con su mejor vestido (un modelito rosa que tiene desde hace más de quince años, con hombreras y unos adornos desproporcionados no demasiado parecidos a flores y que estropean la parte delantera) y Mal se remueve acuciado por los nervios. Echo un vistazo a través de la ventana y compruebo lo contradictoriamente sosegado que parece el tiempo. El sol lanza destellos en el exterior. Nada indica que hoy sea el día escogido para un gran desenlace, se supone que esa clase de días amanecen azotados por el viento y asediados por una lluvia torrencial.

Desde luego, no es el clima adecuado para presenciar un suceso increíble.

Iras una hora de espera, llaman a la puerta de una manera que no reconocemos. Me levanto a abrir. Tiro del picaporte y me encuentro con el rostro de un Ray Darling envejecido y más anaranjado que nunca. Parece que lo hayan pintado con el barniz que se usa para proteger las vallas de madera de la intemperie. Lo acompañan un cámara y un técnico de sonido, los mismos de aquella otra vez hace ya muchos años. Me dribla con un paso de vals y se dirige hacia mamá, en pie al final del pasillo en dirección al dormitorio que crece en el interior de la casa como un feto en su vientre. Estrecha su delicada mano de venitas azules entre sus dedos monstruosamente peludos y la besa en la mejilla. El chasquido de los labios contra su cara resuena como un hachazo en mis tímpanos. La gran chapa azul que lleva prendida en la solapa de su cazadora se engancha con los bordados baratos de mamá y, por un instante, quedan unidos de una manera que no deja de parecerme cómica. En la chapa se puede leer «¡Ray Darling!». Entre signos de exclamación.

—Haga el favor de pasar —dice ella, indicándole la puerta ruborizada después de destrabar su ropa. Así es como da comienzo este gran acontecimiento.

Ray Darling y su tropa hacen comentarios elogiosos mientras disponen el equipo alrededor de Mal, convirtiendo el dormitorio en un negro teatro de operaciones. Mamá prepara té y Mal no hace el más mínimo esfuerzo. Al verme expulsado de mi propia habitación, cojo las llaves de la caravana del bolso de mamá y me escabullo silenciosamente por la puerta de entrada, donde la atmósfera ya está caldeada. La multitud lleva horas arracimándose allí, y no obstante paso inadvertido.

Puede que haya un centenar de personas esperando de pie. Hoy podría ser el día en el que descubran si estaban o no en lo cierto; el día en el que los corredores de apuestas que se han deleitado con los avatares de la cause célebre de Mal ganarán o perderán su dinero; el día en el que se verá confirmada su condición heroica o se dará rienda suelta a una decepción generalizada mil veces más intensa que la resultante de mil fiestas de fin de año mal planeadas.

Cubro la corta distancia que me separa de los vacilantes escalones metálicos de la caravana, subo y cierro la puerta por dentro. De repente me encuentro a resguardo de la turba, completamente solo. Enciendo la tele. La cara fluorescente de Ray Darling titubea un momento y, por fin, resplandece.

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