Cama

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CAMA » 49

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La carcajada de la multitud es atronadora. Reverbera por todo el pellejo plateado de la caravana de Norma Bee, la porcelana vibra sobre la superficie de plástico de la cocina como una dentadura castañeteando por el frío del invierno. Me seco las lágrimas de la risa que corren a los lados de mi nariz con el puño de la camisa y pienso en el regocijo que hubiese sentido Norma de haber visto lo que Mal acaba de hacerle a Ray Darling en directo.

La excitación es tal que ni una sola de las figuras que conforman la muchedumbre apelotonada enfrente de casa me ve salir subrepticiamente de la caravana para admirar el mercadillo bullicioso por la conmoción en que han convertido el jardín. Cierro la puerta a mis espaldas y me quedo allí, disfrutando del momento. Entonces noto una mano que se apoya con afabilidad sobre mi hombro. Me doy la vuelta y me encuentro a un hombre a quien me parece reconocer. No es la primera vez que lo veo aquí: en alguna otra ocasión me he despertado con su cara chafada contra el cristal de la ventana mientras observa la barriga de Mal o los clavos que me atraviesan las piernas. Tiene unas uñas amarillentas y rotas que hospedan en sus diminutos semicírculos una considerable cantidad de tierra y barro del patio. Lleva el pelo largo, con mechones enredados en desorden, apelmazados y grasientos. Su piel curtida por el sol parece la de una maleta de cuero. Su apariencia y su olor son los del aire libre; incluso su aliento trae un perfume de intemperie, como de aire, turba y roña con vida infusa.

—Eh, tío —me dice.

—Hola.

—¿Tú eres el hermano de Malcolm, verdad?

—Sí.

Me dedica una sonrisa verdosa.

—Guau. ¿Has visto la entrevista?

—Sí.

Me está mirando las piernas.

Y a continuación me hace una pregunta. Una ráfaga de golpes, un combo de puñetazos.

—¿Por qué volviste de América para vivir en ese cuartucho con él?

Unos alfileres calentados a fuego lento penetran de golpe en mi corazón, ensartan todos los malos recuerdos que había conseguido desterrar al fondo de mi cerebro y tiran de ellos.

—No he vuelto por eso... Mira —respondo con cortesía fingida; soy un mayordomo robot—, me quedaría a charlar contigo, pero tengo que volver dentro.

—No hay problema, tío. —De nuevo la sonrisa desdentada, sepulcral.

Me apresuro entre la multitud con la mirada baja, tratando de trazar mentalmente el camino hasta que llego a la puerta de entrada y me encierro tras ella con el deseo de que no haya tanta gente cuando vuelva a salir más tarde para ver a Lou. Por un momento creo que he vuelto a mi burbuja y que dentro encontraré la paz, pero me equivoco. Unos bramidos resuenan a través del yeso de las paredes y retumban en los cristales de las ventanas. Griterío de furia, pánico y mortificación. Muy despacio, con la punta del anular y la sospecha de una amenaza exorbitante, empujo la puertecita de madera que me separa del barullo.

Ray Darling está aferrado con las dos manos a la pierna de elefante de Mal; las puntas de sus dedos dejan profundas marcas en la carne maciza que los cubre. El cámara y el de sonido intentan separarlo de él tirando con todas sus fuerzas de la correa del pantalón, pero su ira es tan descomunal que permanece suspendido entre ellos y Mal como si le fuese la vida en ello, asido a una farola inmóvil en medio de un huracán. Su rostro se ha vuelto de color burdeos, los ojos se le inyectan en sangre mientras lanza imprecaciones de venganza vociferadas con tanta potencia que su significado se incrementa y disminuye alternativamente.

—¿Cómo mierdas te atreves? ¿Cómo te atreves? —chilla mientras arrastra la sábana que tapaba a Mal. A pesar de los esfuerzos de sus compañeros, Ray Darling consigue escalar con sus dedos como piquetas la mole flanosa y temblequeante—. ¿Quieres hacerme quedar como un payaso? —ruge con las manos enterradas en el vientre de Mal como si estuviese excavando un túnel en un lodazal—. ¡Cabronazo! ¡Cabronazo! ¡Asqueroso gordo cabrón de mierda!

Mal comienza a sudar, incapaz de moverse bajo el inmenso cobertor de media tonelada de grasa que lo mantiene clavado a la cama. Me imagino a Ray Darling sentándose a horcajadas sobre él e inclinándose para machacarle esa nariz regordeta; salpicado por su sangre, goteándole de la boca como hilillos de rubí mientras mi hermano (debajo) sufre un infarto letal que lo sacude en espasmos a medida que absorbe sus últimas reservas de energía.

Mamá aúlla porque se le ha enredado un pie en la densa madeja que forman los cables de las máquinas de Mal y del equipo de televisión recién instalado. Me limito a observar la pierna que va momificándose poco a poco en esas vendas hasta que, en pleno frenesí, cae derribada al suelo y se lleva por delante las cortinas de la ventana que da al patio delantero, donde una multitud de espectadores (menos nutrida ahora) se acerca atraída por el estrépito. Atisban a través del cristal: mamá está envuelta en cortinas y cables de vistosos colores; Mal, enorme y desnudo, se encuentra aterrorizado; Ray Darling, sin soltar los prietos michelines bajo los sobacos de mi hermano, escupe malignas obscenidades y continúa torturándolo; hay dos hombres hechos y derechos incapaces de reducirlo; papá y yo, perplejos, nos decidimos por fin a entrar en acción. Papá aparta al técnico de sonido para sujetar a Ray Darling por las piernas, yo le rodeo el cuello con los brazos como si tratase de estrangular a una pitón. Tiene cuatro hombres encima y, aun así, sigue debatiéndose. De repente, se oye un sonido de desgarro cuando papá lo engancha de los bolsillos traseros del pantalón y se los rasga de arriba abajo poniendo al descubierto unas piernecillas peludas y unos calzoncillos descoloridos. De esta manera, Darling cesa en su forcejeo y me da la oportunidad de poner fin a toda esta escaramuza.

Papá abre la puerta a dos policías, que encuentran al periodista, exhausto y con su peor ropa interior, espatarrado sobre la masa desnuda de un hombre de media tonelada. Le coloco el tupé sobre su asquerosa cabeza anaranjada.

Mamá vuelve a colgar las cortinas mientras arrestan a Darling. La risa de Mal hace que la suave pulpa de su cuerpo trepide.

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