Cama

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Un año más, un ciclo solar, y Mal cumplía los veintiséis. Estaba metiéndose entre pecho y espalda una tarta de caramelo con helado. Daba la impresión de que la cabeza le pendía del cuello con demasiada laxitud. Eran las ocho de la mañana. Mamá le llevó una bolsa plateada rebosante de regalos que dejó en la colcha —seca y polvorienta— una especie de rastro de espumillón, un poco como uno se imagina la superficie de Mercurio. Dentro había chocolatinas y calcetines: el tipo de cosas que las mujeres le compran a un hombre que no tiene aficiones. Sacó también un paquete alargado y rectangular, del tamaño de un maletín: nos habrían puesto en un aprieto si nos hubiesen hecho adivinar qué contenía. Me dejé caer en el borde de mi cama con los pies colgando como los de un muñeco sobre las rodillas de su ventrílocuo y contemplé la escena. La manera lenta y cuidadosa con que desenvolvía los regalos me ponía de los nervios: cuando abría un extremo de un paquete, tiraba suavemente del contenido navideño igual que si se estuviese quitando unas botas altas de cuero.

—Es un reloj —dijo mamá agarrándose entusiasta la barbilla con las dos manos, encantada de tenernos a todos allí con ella.

Estaba incluso papá, que no podía trabajar porque se había torcido un tobillo después de caerse desde la trampilla abierta de su ático. Sentado en un rincón con la cara apoyada en la palma de una mano, como si se preguntase hasta qué punto era grotesca la exhibición de felicidad de su mujer, cuán aferrada al entusiasmo se había mostrado durante el último año.

—¿Un qué? —preguntó Mal.

—Un reloj. Lo han hecho para ti. Un amigo de papá, de Sudáfrica; a eso es a lo que se dedica ahora: construye relojes, pero no relojes normales. Relojes especiales. Como esos tan grandes con los que se hace la cuenta atrás en fin de año, antes de que estallen los fuegos artificiales... ¿verdad, amor mío?

Amor mío. Cuando llamaba «amor mío» a papá, me sentía conmovido. Pocas cosas tan encantadoras eran más elocuentes cuanto más escasas y desprovistas de sentido devenían.

—Eso es —respondió papá, inmóvil en su silla, sin decir nunca una palabra de más.

Las ráfagas resplandecientes de los rayos de sol que se colaban por la ventana hacían blanco en nuestras figuras. Mal le daba vueltas a la voluminosa caja negra en busca de un interruptor, un botón, algo que lo pusiese en marcha; entonces, mamá desenrolló apresuradamente el cable y lo enchufó en la toma de corriente. Los dos quedaron iluminados de súbito con un clic por un resplandor verde de cómic que rebotó en las cuatro paredes. Una vez que el fulgor alcanzó a papá, que se balanceaba con suavidad frente a la televisión, se fue volviendo de un color de guisante desvaído y acentuó el fruncimiento de sus cejas dándole la apariencia de una malvada bruja de guiñol.

AÑOS MESES DÍAS HORAS MINUTOS SEGUNDOS

Tic-tac, tic-tac: la vida de Mal en cristal líquido. Mamá extrajo una pestañita de plástico negro situada en la parte trasera e insertó un dedo en los botoncitos allí ocultos hasta que el aparato emitió un pitido, un zumbido y un segundo clic.

UNO CERO CERO CERO CERO CERO

Hizo girar una rueda con facilidad.

CERO CERO 365 CERO CERO CERO

Día Trescientos Sesenta y Cinco, según el contador instalado en la pared.

Papá se incorporó, sonrió y salió del cuarto. Yo lo seguí. De repente, mientras calcaba sus movimientos —pierna izquierda, pierna derecha— me di cuenta por primera vez de que ahora era más alto que él y de que probablemente hacía bastante tiempo que lo era. Y también fui consciente de que se estaba marchitando, como si observase una animación imagen por imagen de una flor pasando del amarillo al gris y transformándose luego en polvo que barría el viento. Me entraron ganas de rodearle el cuello con los brazos, apretar mi corazón contra su espalda e insuflarle mi energía vital; subírmelo a los hombros, allí mismo en el salón, y reanimarlo, devolverle lo que había perdido. Lo que todos los hijos desean hacer de sus padres: un campeón. Sin embargo, él parecía derrotado por el tiempo y las circunstancias; por lo que fuese que se le había escapado un día y no era capaz de recuperar. Lo acompañé hasta la cocina. Allí dejó caer una mano curtida y pesada sobre el metal del hervidor para comprobar la temperatura y recolocó el interruptor sin prestar atención.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí, sí.

Pensé en decirle que me gustaría que hablásemos más, pero si me hubiese preguntado «¿sobre qué?» tampoco se me habría ocurrido una respuesta. Lo dejaba allí cada día cuando salía a trabajar con mi peto encima, y cada día lo encontraba en el mismo sitio a mi regreso. Mi sueldo me lo gastaba rápidamente con Ted el Rojo. Conducíamos hasta algún pueblo de los alrededores y nos metíamos en bares y clubs con la música demasiado alta, para acabar comunicándonos por gestos. Era barato vivir en casa, me decía a mí mismo; no tenía ningún tipo de responsabilidad, por mucho que hubiese deseado tenerla. Esa era la diferencia entre Mal y yo. Y yo quería a Lou. Todo lo que había hecho desde entonces estaba destinado a olvidar ese hecho tan fácil y rápidamente como fuera posible.

—Lo del reloj —musitó papá—. Tu madre dice que servirá para que se dé cuenta de la estupidez que está cometiendo, que hará que se levante de la cama. Pero si quieres saber mi opinión, yo diría que le acaba de plantear un reto.

Un chillido agudo salió de la garganta de mamá, desgarrando el tejido interno de sus pulmones. Papá, derramando el hervidor del susto, se escaldó una mano.

—¿Qué ha pasado? —gritó, mucho más alto de lo que lo había oído gritar desde aquel día en que me azotó en el culo en el hospital, y salimos corriendo hacia el dormitorio.

Mamá estaba de pie ante la ventana con las palmas de las manos apretadas contra las mejillas. La impresión de lo que fuera que hubiera visto en el exterior había forzado a retirarse a la sangre de su cara, que aparecía blanca como un chicle de menta. Mal, desnudo, se había tapado hasta la cabeza con la colcha. Se veían sobresalir sus dedos apretados en el extremo superior, como si temiese que alguien diera un estirón: un mago junto al mantel de una mesa bien dispuesta que dejase desnudo a Mal, los platos y las tazas girando en el aire sin volcarse.

Me acerqué con papá a la ventana y apartamos juntos la cortina. En el césped, nuestro césped, habían instalado una tienda de campaña.

—¿Qué cojones es eso? —exclamó él.

—Una tienda —le dije.

—Ya, una tienda. Pero ¿qué significa?

—Es un utensilio portátil, común en un equipo de acampada, generalmente utilizado como refugio —se mofó Mal.

—Sé lo que es una tienda, sé que es una puta tienda de campaña. —Papá señalaba a través del cristal como si yo no me hubiese dado cuenta de que el paisaje que me era tan habitual había sufrido un cambio—. Pero ¿qué hace ahí?

—No tengo ni idea —respondí.

Mamá se sentó en la cama de Mal. Parecía que se hubiese encontrado una formación de bailarinas triscando al ritmo de un cancán mientras agitaban sus pompones. Seguía lívida.

La tienda era pequeña y blanca. Desde lejos no parecía más que una servilleta finísima colocada sobre un par de ramitas. Tratar de dormir en su interior en medio de la canícula de aquel verano debía de ser infernal. Al fin y al cabo, yo nunca había contemplado la idea de que una acampada tuviese que ser divertida. La tienda, a unos seis metros escasos de la casa y bajo las nubes en movimiento, estaba iluminada; y, cuando me fijé mejor, pude ver dentro una silueta solitaria, un perfil que reconocería al resplandor del día más claro y en la más oscura de las noches. Pero ni siquiera hizo falta que lo dijese.

—Es Lou —farfulló Mal debajo de su colcha—. Es la tienda de Lou, la reconozco. Supongo que Lou está dentro.

Mamá se balanceó hacia delante y hacia atrás. Papá se llevó una mano a la boca. Noté que estaba, más que sorprendido, maliciosamente intrigado, disfrutando de la irrupción de un imprevisto, de cualquier cosa susceptible de inclinar la balanza.

Yo sentí anhelo. Un agradable e intenso anhelo de volver a verla.

Mamá se alzó repentinamente y corrió las cortinas. El cuarto quedó iluminado únicamente por el amargo halo verdoso del regalo del vigésimo sexto cumpleaños de Mal. Permanecimos allí aturdidos, ensimismados en medio de la luz que nos rodeaba: que ese era el Día Trescientos Sesenta y Cinco según el contador instalado en la pared era un hecho que estaba impreso en todos nosotros.

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