Cama

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La tienda de campaña siguió allí. Me acordaba de Lou cada vez que salía de casa. Pero no me iba. No había ningún lugar ni nada que esperar que pudiese equipararse a lo que había fantaseado. Mis compañeros del colegio ya estaban hipotecados y tenían hijos. Es probable que la señora Kay hubiese sido finalmente una buena guía y sus consejos un sendero hacia mejores pastos; un consejo que yo no había seguido. No es que me arrepintiese demasiado, pero algo magnético había echado amarras, se había anclado en mi pensamiento. Pese a todo, yo tenía amigos. Al menos, yo no era Mal.

Su cuerpo había comenzado a metamorfosearse. Advertí la manera en que la grasa se iba amontonando en sus caderas, borrando los contornos que solían servir de tope entre su estómago y el punto en que sus piernas se enfundaban en los pantalones que jamás había vuelto a ponerse. Pronto aprendí a detectar de un simple vistazo las zonas del cuerpo de Mal que se estaban deformando bajo la acción de un metabolismo disparado por la pereza.

Era habitual ver a los transeúntes señalar y sacudir la cabeza en dirección a nuestra casa al pasar, fijándose en la tienda, echando ojeadas a través de la ventana del cuarto de Mal desde la acera. Mamá solía atenderlo como un pingüino emperador que se afana entre la nieve, pendiente de que ningún depredador camuflado se abalance sobre su huevo.

Día Novecientos Catorce, según el contador instalado en la pared. Los vecinos del pueblo conocían a Malcolm Ede por el nombre, y solo por el nombre. Se había convertido en un cotilleo, un mito, un excéntrico o un maniático. Algunos, cuando descubrían que yo era su hermano, acudían a la carnicería para preguntar por él.

—Cinco libras de ternera para estofado, por favor. ¿Tú no eres el hermano de Malcolm Ede?

Sí. Pero eso ya lo sabes.

—Un pollo. Que sea grande. Para asar. Para el domingo. ¿Cómo le va a Malcolm últimamente?

Bien, tirando; tengo más clientes que atender.

—Cien gramos de Male... magro de cerdo, por favor.

Como la cosa se fue haciendo cada vez más frecuente, Ted el Rojo accedió a atender el mostrador mientras yo me quedaba en la trastienda preparando la carne, limpiando y realizando los encargos a los proveedores. Me llegaba la voz de la gente que preguntaba por alguien a quien no conocían y que no había hecho nada en realidad para ser conocido. Eso es la fama.

—¿Tú eres el hermano de Malcolm Ede?

—No. Yo soy Ted. No tengo hermanos.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Quién es el hermano de Malcolm Ede?

—¿Quién es Malcolm Ede?

—Ya sabes quién es Malcolm Ede.

—No.

—Sí, claro que lo sabes.

—Que no, no lo sé.

—Que sí; el chico ese que decidió no volver a levantarse de la cama porque sí. Su novia ha puesto una tienda de campaña en su jardín.

—Podría ser cualquiera.

—Hombre, no... lleva años metido en la cama y su novia acampa en el patio.

—Ya, por eso.

—¿Así que no eres su hermano?

—No tengo hermanos.

—Vaya.

—Aquí tiene: ocho salchichas especiadas, cuatrocientos cincuenta gramos de chuletas de cordero y medio kilo de ternera para estofar. No tengo ni idea de lo que me habla, no conozco a ningún Martin.

—Malcolm.

—No, me llamo Ted.

Me encantaba Ted el Rojo.

Mientras tanto, Mal seguía volviéndose más grande, ancho, redondo y pesado. Trabajábamos, vivíamos y nos alimentábamos a su alrededor como una colonia de hormigas, fingiendo que todo aquello era normal (algo que, de un modo particular, no dejaba de ser verdad).

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