Cama

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El Día Mil Cuatrocientos Sesenta y Cinco, según el contador instalado en la pared, Mal recibió su primera muestra de correo de admiradores. Mamá lo recogió del felpudo, frunció el ceño, y llevó el sobre al dormitorio, donde yo estaba poniéndome mi uniforme de trabajo y Mal devoraba con ansia su segundo cuenco de natillas, con los restos formándole en las comisuras de la boca unos arcos que le proporcionaban una sonrisa dorada.

La carta quedó depositada sobre un cojín de la manera en que uno se imagina que debe recibir el correo la reina. Al no tener a mano un abrecartas de plata con el que hacer una limpia incisión, Mal lamió las migas del cuchillo que había utilizado para untar de mantequilla su ronda de tostadas previa a las natillas y lo insertó en el envoltorio. Con un rápido tirón de su rolliza muñeca, la apuñaló hasta abrirla, asesinándola de tal manera que los intestinos de papel cayeron sobre su pecho. Mamá se ofreció a leerle la carta como si él no fuera capaz de hacerlo. El aceptó, con algo de desconsuelo por mi parte.

«Querido Malcolm Ede —comenzó ella—, quería escribirte simplemente unas líneas para decirte que he sabido lo que estás haciendo y me parece maravilloso. Me encantaría que pudiésemos ser amigos por correspondencia y hacerte así compañía mientras haces lo que haces. Muchos besos, Amy Lam.» —Pero si tú no estás haciendo nada —dije mientras me ajustaba el delantal para alisar la tira de tela que pasaba por detrás de mi cuello.

Mal se encogió de hombros.

—Está bien —contestó.

Apreté firmemente los labios. Tenía experiencia en soportar la estupidez de Mal, pero no había tratado todavía con la estupidez aún mayor de alguien que pretendiese ser su amigo.

—Me voy a trabajar —dije.

Ted el Rojo salió temprano aquel día para ir al estudio de tatuajes. Dijo que siempre había querido hacerse uno, pero que nunca se decidía porque no se le ocurría un dibujo que le gustase. Al final, me explicó, había optado por la sencillez y se haría tatuar su nombre en la espalda.

—Creo que puede quedar bastante bien. Es un nombre chulo, Ted el Rojo —comenté.

—No —dijo él—, solo «Ted». Tú eres el único que me llama Ted el Rojo.

Cuando me quedé solo y los clientes comenzaron a espaciarse, me puse a pensar en el correo de la admiradora, Amy Lam. Animado por una fuerza misteriosa, cogí el teléfono y llamé a Lou. Me pareció que eran noticias legítimas, algo que decirle, una cosa de la que generalmente carecía. Contestó la voz de un hombre.

—¿Diga?

—Hola, ¿puedo hablar con Lou, por favor?

—No.

—Bueno, ¿puedo dejarle un mensaje?

—Sí.

Sus respuestas embestían a mis preguntas antes de que terminara de pronunciarlas, echándolas de la carretera. Era viejo, de voz áspera; definitivamente se trataba de un padre y no de un novio. Estaba perdonado, entonces. No me atreví a dejar mi nombre, porque solo podía complementarlo con lo de «el hermano de Malcolm», así que dije: «Dígale que Mal está recibiendo correo de admiradores».

—Muy bien —dijo el padre a la vez que colgaba.

Cuando llegué a casa aquella noche el cielo estaba de color rosa y flotaba en el ambiente el olor amenazante de una lejana hoguera. Mal veía una miniserie de detectives en dos capítulos y mamá estaba sentada, con una pluma en la mano, ante el secreter que el abuelo le había legado a papá. Las puntas de sus dedos estaban coloreadas de blanco debido a las cicatrices que le habían dejado las quemaduras del horno y de la plancha. Le escribía una contestación a Amy Lam con una expresión de felicidad en la cara, una razón para vivir en su noche.

Me quité los zapatos y la ropa ensangrentada junto a la puerta de entrada y pegué un salto cuando alguien la golpeó. La abrí y me encontré a Lou. Su sonrisa era adorable, gigantesca, imposible. Nos metimos en su tienda de campaña con una linterna y jugamos a las cartas mientras yo le contaba lo de la admiradora. Ella se reía conmigo y yo trataba de ocultar el placer que me producía lo que yo percibía como un punto de inflexión.

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