Cama

Cama


CAMA » 57

Página 61 de 89

57

El Día Tres Mil Ciento Ochenta y Cinco, según el contador instalado en la pared, comenzó de la forma habitual. Mal, más grande incluso que el día anterior. Comida. Trabajo. Ted el Rojo. La charla alrededor de esos dos estandartes de la masculinidad: el fútbol y la carne. Nunca se me había ocurrido que a los treinta y tres años sería carnicero, pero lo era, y se me daba realmente bien. Había pensado en poner mi propio negocio algún día. Estuve combatiendo la inercia que me lo impedía y fracasé. Luego, de vuelta a casa.

Ted el Rojo se detuvo con suavidad en la acera. La tienda estaba iluminada por la luz de seguridad que papá había instalado en el tejado. Salí del coche destartalado de Ted y me dirigí hacia ella. Cuando me acerqué pude ver alrededor los restos despedazados de las bolsas de plástico negro y una serie de sobres de correos desgarrados apresuradamente, tal y como se supone que deben abrirse los regalos, con las nerviosas zarpas de un niño. Dentro de la tienda de campaña había cuatro bolsas más, y su contenido estaba desperdigado como si el suelo fuese un colchón de papeles. En medio, Lou sobre un trono de cuidadosa caligrafía y buenas intenciones.

—¿Qué pasa? —aunque mi cara la interrogó antes que mi voz—. ¿Qué haces aquí? —¡Hola! —sonrió. Me gustaría haberle dicho «hola»; hacía tres mil ciento ochenta y cinco días que no la veía tan alegre. Estaba fabulosa cuando se la veía contenta—. Adivina.

—¿Qué?

—Tu madre ha venido al banco esta mañana.

—Si ni siquiera tiene cuenta en ese banco.

—Lo sé.

—¿Qué quería? Dime que no es un préstamo. Si necesita un préstamo, que se quede con uno de los míos. Yo tengo un montón.

—Dos cosas. Me ha explicado que siguen llegando tantas cartas que no tiene sentido luchar contra ello. —Esperé a que me contase que había estado dentro hablando con Mal, pero no lo dijo y yo sentí alivio—. Quería preguntarme si quería echarle una mano.

—¿Por qué hoy, precisamente? Pero si jamás ha aceptado la ayuda de nadie —exclamé, mientras me sentaba frente a la entrada de la tienda con las piernas cruzadas como si fuese un niño al que le van a leer un cuento en clase, apoyado en una bolsa repleta de correo.

—Supongo que todo empieza a hacerse demasiado grande para ella.

—¿Mal?

—Todo. Me ha dicho que ya no se trata del tiempo o del espacio. Así que voy a ayudarla a responder algunas de estas cartas.

—Estás loca.

Me sentía como si la hubiese visto escapar de unas aguas revueltas para contemplar cómo se la tragaba después una corriente submarina.

—¿Por qué? —me preguntó.

—¿Me estás diciendo esto en serio? —me rebelé, aunque preocupado por parecer demasiado negativo.

—Sí, claro, ¿por qué te iba a mentir?

A la defensiva. Incómoda.

—No... —vacilé y me esforcé en callarme lo que estaba pensando—. Claro, no habría razón. Creo que está bien. Perfecto, me parece perfecto.

¡Por todos los duendes de Santa Claus! Pensé en qué relación podía establecerse entre una panda de obesos mórbidos y una cantidad brutal de correo, y no supe encontrar una respuesta.

—Sí —añadió ella. La pureza de su regocijo indómito masajeaba mi dolido y crispado cinismo.

—Sí, está bien.

Entonces se recuperó.

—Y también me ha dicho que quería que hablase contigo.

Me pareció que me desenchufaban de la toma de corriente.

Rebuscó en un montón de cartas que sostenía sobre el regazo como si hubiese perdido algo muy concreto, mis dedos tamborilearon con nerviosismo contra mi muslo, refocilándome en mi propia indefensión. Me puse a dibujar triangulitos perfectos sobre la rodilla con el pulgar. Entonces Lou encontró lo que estaba buscando.

—Aquí está —dijo, y me colocó entre las manos otro sobre arrugado con una carta colgando fuera. El matasellos, rojo y azul, era americano, y por las palabras estampadas en él («air mail») podía distinguir que había viajado más que yo.

—¿Qué es esto?

—Es de una señora de Ohio que leyó algo sobre Malcolm en un periódico. ¿Te lo puedes creer?

Yo asentí como si estuviese de acuerdo, pero la verdad es que un ejército de Lincolns presidía la colección de sellos de papá, escoltado a su vez por un batallón de Edisons y flanqueado a lado y lado por una fila india de Washingtons, uno detrás de otro. La colección de sellos era un desfile de padres fundadores. Mal recibía cartas desde América a diario.

—Anda, léela —me instó. Me dispuse a ello.

El Día Tres Mil Ciento Ochenta y Cinco, según el contador instalado en la pared: leo mi segunda carta de un admirador de Mal. A no ser que contéis la nota que me pasó Lou en el colegio cuando tenía doce años. Yo no la contaría.

Queridos señor y señora Ede,

A diferencia del resto de cartas de admiradores, esta comenzaba dirigiéndose a mis padres, algo inusitado dentro del género. Los augurios eran buenos.

Me llamo Norma Bee y la de ustedes es una situación con la que me siento plenamente identificada. He vivido en una caravana instalada en mi propio patio en Ohio, América, porque mi marido se había vuelto demasiado grande. Quiero decir grande, muy grande. Llegó a pesar quinientos ochenta y cuatro kilos. La gente que hacía tiempo que no lo veía no habría tenido ni la más mínima posibilidad de reconocerlo en aquella nueva forma.

Hice una mueca al tragar mi saliva llena de bilis.

—Es maravilloso, ¿no te parece? —dijo Lou.

—Es terrible —respondí, pero no podía apartar los ojos de los cautivantes y honestos garabatos de Norma Bee—. ¿Mamá la ha leído?

—No.

Seguí leyendo.

Puede que esto les suene raro, quizá les parezca un ofrecimiento extravagante, perverso o molesto. Pero quizá, como ojalá espero que suceda, esto no deje de tener cierto sentido. Iré al grano, de cualquier manera. Hace seis semanas entré en el dormitorio de mi marido para llevarle una pila de tortitas con mermelada de arándanos empapadas en sirope y azúcar, y me lo encontré muerto. Se le había formado un aneurisma y no había podido terminarse siquiera su desayuno de huevos, beicon y gofres. Era capaz de comerse doce huevos de una sentada. Nuestra casa es muy pequeña, así que a medida que él fue creciendo, se me hizo imposible seguir viviendo allí con comodidad, de modo que comencé a inscribirme en diferentes competiciones para conseguir ganar una caravana. Toda clase de competiciones: torneos de pastelería, sorteos, y sobre todo concursos de pintura (me encanta pintar, mi marido era mi modelo favorito; lo retraté más de treinta veces). Hará ahora siete años, gané al fin lo que necesitaba. Con un cuadro en el que aparecía mi querido Brian. Se trata de una caravana Airstream equipada con una cocinita maravillosa, y allí es donde he vivido desde entonces. Allí le preparaba la comida a mi marido, y allí dormía cuando me era posible. Pero ahora, claro está, ya no la necesito. Desde que murió, prefiero dormir en su vieja cama. Se pasó en aquel cuarto veinte años, así que eso es lo más cerca que puedo estar de él. Por eso he pensado en ustedes al leer sobre su hijo Malcolm en el periódico. Me encantaría que se quedasen con mi pequeña caravana, me encantaría hacérsela llegar para que pueda continuar sirviendo al propósito que tuvo en su día.

Los datos para contactar conmigo los encontrarán en el reverso de esta carta.

Que Dios los bendiga,

Norma Bee, Akron, Ohio, USA

Empleé mis dedos a modo de pinzas para sacar del sobre lo que fuera que seguía conteniendo. Dos polaroids cayeron sobre mis piernas. Eran recuerdos de un enorme señor Bee: pliegues y pliegues de carne negra salpicada de manchitas. Su cara y su pecho eran un continuo bloque de grasa colgante que conducía hasta una barriga monolítica compuesta por unos descomunales compartimentos estancos de carne. Sonreía a la cámara con dos pasteles de crema en sus manos, blancas y blanduchas, como si las alzase hacia el cielo para llevarse un retazo de nube. Además, había otra foto doblada dos o tres veces. Lou me la arrebató y desplegó lentamente aquellos pétalos hasta que pudo alisarla ante mis ojos: un hermoso cuadro al óleo que representaba una caravana de color plateado depositada sobre un lecho de hierba verde fresca se recortaba contra un amplio cielo azul americano.

—¿Por qué no? —me preguntó Lou—. No sería la primera cosa extraña que tenéis en vuestro jardín.

Ir a la siguiente página

Report Page