Cama

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Había pasado un año desde el fallecimiento de la madre de Lou. El cadáver bajo tierra. La tienda seguía allí, sin otro objetivo, un pulmón desgarrado sobre la hierba amarillenta. Cuando la tenue brisa soplaba desde el suroeste y rozaba las paredes de nuestro chalet, la tienda respiraba. Miraba el contador de la pared sobre Mal emitiendo su clic.

De vez en cuando, Lou avisaba para venirme a ver a la carnicería. Aún preguntaba por Mal, pero ya no con tanta frecuencia. «Está bien», le decía yo, y me quedaba vacío por el esfuerzo. Ella me contaba cómo iban las cosas por el banco, con sus amigos, su piso; en alguna ocasión mencionó algunos nombres masculinos que yo no conocía.

Me preguntaba por mi vida. Si había conocido a alguien. Le decía la verdad y ella sonreía. Me interesaba por su padre, algo que me gustaba hacer porque cuando respondía revelaba aspectos de sí misma. Sus palabras se decantaban en mí en forma de sentimiento, se iban tallando y puliendo hasta alcanzar la pureza de corazón con la que una chica con la piel quemada y tan fina como la de un tamborcillo es condecorada en una gala televisiva por entrar en la casa ardiendo y despertar a su madre. Una medalla al coraje y a la generosidad cuelga de su cuello achicharrado y lleno de llagas. Los espectadores aplauden, súbitamente consternados y empequeñecidos.

Lou había concentrado su amor en un intento de olvidar a Mal, y ahora lo dirigía hacia su padre. Esta decisión dejaba claro que se resignaba a abandonar la persecución de lo convencional y las esperanzas en aquello que una vez creyó que era suficiente para hacerla feliz. Ahora comprendía aquello a lo que Mal se había referido aquella tarde en la playa. ¿Por qué dedicarse en cuerpo y alma a buscar el amor, el éxito, la estabilidad económica —la vida que se suponía que debía crear a su alrededor— si todo podía estallar de una manera tan espectacular? No necesitaba mejor ejemplo que la vida de su propio padre para entender que una existencia vivida de un modo que, en principio, juzgaríamos correcto puede estar destinada a terminar en algo absolutamente desprovisto de significado.

El primer mes se lo había pasado limpiando, dijo Lou. Sacando las manchas de tabaco de las cortinas, sacudiendo las cenizas de la moqueta, fregando con jabón las marcas de los mugrientos dedos en los reposabrazos de la silla en la que el padre se sentaba. El segundo mes se dedicó a señalarle con un círculo en el periódico local todos los nombres de clubs, sociedades, grupos, reuniones, centros y cursos, sin ocultar su desesperación por verle mostrar algo de entusiasmo.

—Pero es que no me gusta el ajedrez —farfullaba él.

—No se trata de que te guste el ajedrez, papá.

—¿Apuntarse a un club de ajedrez no va de que te guste el ajedrez?

—No. Se trata de conocer gente, gente parecida a ti.

—Me parece bastante improbable que vaya a conocer gente como yo, a la que no le gusta el ajedrez, en un club de ajedrez.

Ahí está, pensaba ella: un chiste, un atisbo de luz. Sigue todavía ahí, enterrado pero vivo. Cava.

—Hay otras cosas; aparte del ajedrez, puedes hacer prácticamente cualquier cosa.

Las opciones pendían sobre su cabeza como una pala, cada una descargando el golpe cada vez más cerca de su objetivo.

—Tiro con arco...

—¿Tiro con arco?

—Sí.

—¿Tiro con arco?

—Sí.

—No.

—¿Elaboración de vinos? O igual puedes estudiar un idioma. ¿Francés? ¿Español?

Lou ladeaba una oreja como siempre que esperaba que estuvieran de acuerdo con ella.

—¿Español? —decía el padre sin dejar de mirar el televisor—. No me gusta España. Mucho calor, raciones de comida escasas.

—Si nunca has estado en España, papá. Da igual, hay más: ¿modelismo ferroviario? ¿No? ¿Salsa...?

El volumen del aparato se elevaba hasta hacer temblar la pequeña membrana de los altavoces. Lo intentaría en otro momento, resolvía ella. El superviviente había sido localizado: contacto satisfactorio. Volvería con una excavadora industrial. La exhumación de su padre comenzaría en breve.

En mi opinión, esta es la clase de amor más puro. El más valiente, entregado sin pensar en uno mismo. También es merecedor de medallas. Ella se agacharía y yo le colocaría una, como si le pusiese un lazo, en su suave y elegante cuello. Por servicios prestados al padre.

Me mantenía al corriente de su vida por capítulos sobre el mostrador de la carnicería. Ted el Rojo se quedaba detrás de mí y escuchaba. Jamás preguntaba sobre ella cuando se iba, pero soñaba como yo con el día de su próxima visita.

El tercer mes, el cuarto, el quinto... la reinserción de su padre en la sociedad comenzó. Lou planeó rutas por la ciudad para los dos, con cuidado de esquivar las avenidas flanqueadas de árboles en las que los carteles de las casas en venta exhibían la cara del hombre que había arruinado su vida: el agente inmobiliario, su sonrisa acartonada omnipresente.

El cuarto y el quinto, aún mejor.

Al sexto mes, el padre de Lou fue a comprar al supermercado él solo. Ella se echó a llorar mientras me lo contaba. Compró un pan de cereales y dos latas de judías con tomate.

Luego el séptimo. Lou recogió el plato sucio de la bandeja que tenía sobre su regazo y lo depositó en la mesa de la cocina para lavarlo más tarde. El había comenzado a ver programas de televisión que a ella también le gustaban, abriéndose por primera vez una raíz exploratoria que se aventuraba a acariciar la tierra seca en busca de agua. Ella levantó el periódico entre sus dedos, embebido de la tinta azul de los garabatos del padre, recargados e ininterrumpidos, y lo abrió por las páginas comunitarias.

—¿Boxeo? No, no quiero que te apuntes a boxeo.

—Podrían echar a perder mis bellos rasgos —se rió él.

—Exacto. ¿Floricultura?

—¿Cuidar plantitas? Acabaré metiéndome en un curso para comadronas.

—Perfecto. ¿El curso para comadronas?

—No.

Y, de repente, una mano ensangrentada se alzó de entre las ruinas y los escombros y se aferró a su muñeca con desesperación.

—¿Dibujo del natural? —preguntó.

El reflexionó un momento con el bolígrafo dando vueltas entre sus dedos, una majorette entusiasmada.

—Sí, ¿por qué no? —respondió.

Ella miró a su alrededor: aquellos pesados cascotes habían sido retirados. Abrazó a su padre. Había sobrevivido.

La primera vez (era el octavo mes) fueron juntos. En el interior de la iglesia, bajo los cuajos como de lámpara de lava que el sol arrojaba a través de las vidrieras de los ventanales, una mujer entró y se desvistió. Sus pies eran diminutos y cuadrados, sus mejillas frescas y sonrosadas; tenía el cabello de color castaño, ondulante, alborotado, sano. A Lou le recordó a la mujeruca de madera que emergía crispada de su reloj suizo veinticuatro veces al día (furiosa porque no conseguía dormir más de una hora seguida, le gustaba bromear a él). La modelo dijo que se llamaba Rebecca Mar y se tumbó, desnuda y ligera, en el sofá que había dispuesto el párroco. El padre de Lou cogió el lápiz y comenzó a bosquejar, dándose cuenta de que podría seguir incluso con los ojos cerrados. Se había aprendido sus formas de memoria al instante.

Al noveno mes fue solo, con un paquete de carboncillos caros en el bolsillo. Estuvo contemplando el cuerpo compacto de Rebecca Mar, la carne y los músculos curvados y hermosamente unidos como si fuera una estatuilla. Dibujó su contorno en la página. Ella se ató el cinturón del albornoz. El se demoró mientras ella recogía sus cosas. El párroco se fue y ellos se besaron sobre la fría piedra del altar.

Lou lloraba apoyada en la pared del aparcamiento, junto a la carnicería. Yo le pasaba un brazo por los hombros.

—Ha vuelto a casa como un hombre nuevo —decía.

—Es curioso que su renacimiento haya tenido lugar en la iglesia —apostillé con una sonrisa.

En su casa, las paredes de la habitación de invitados estaban adornadas con esbozos de Rebecca Mar desnuda. Este homenaje poseía un único arco narrativo: tal como se desplegaba de izquierda a derecha (el padre había decidido colgarlos en orden cronológico) el progreso era ostensible.

—En cada dibujo se puede apreciar cómo mejora la técnica de papá —me dijo Lou—; y Rebecca aparece en cada uno más alegre que en el anterior.

Duodécimo mes. Rebecca Mar colocó sus pertenencias en aquel cuarto precisamente el día que se trasladó a casa del padre de Lou, que se encargó desde entonces de pasar la aspiradora, preparar la cena y premiar el bendito fervor de su hija haciéndola más feliz de lo que yo jamás la había visto. Eso me hacía amarla aún más si cabe.

—Me pasaré por la tienda mañana —comentó—. He estado dándole vueltas a algo.

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