Cama

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Aquella noche, en mi cama, proyecté una extraña venganza mientras oía los portentosos ronquidos de Mal: no le diría que pensaba marcharme con Lou. En lugar de eso, me puse a pensar en cómo sería dormir en un cuarto distinto, volverse para ver una cara que no fuese la de él, aquella empanadilla cenicienta que tenía ahora frente a mis ojos. El rostro de ella. Ver otros techos.

A lo largo de las siguientes semanas, fui metiendo a escondidas mis pertenencias en una maleta que guardaba bajo mi cama y que tenía cuidado de sacar solo mientras Mal dormía. Papá estaba en el ático y mamá montaba guardia ante algún cazo burbujeante. Estuve buscando el pasaporte que sabía que debía andar en algún sitio y que nunca había tenido la oportunidad de utilizar, y me ocupé de firmar los papeles del visado que Lou me preparó. Como no sabíamos cuánto tiempo íbamos a estar fuera, añadí a mi equipaje todos y cada uno de los objetos que poseía. Pronto la maleta estuvo llena a reventar, desbordándose por los lados, tensos y dilatados los bordes. Me senté encima y me ayudé con los dedos hasta conseguir devolver las ropas al interior, conteniendo mi frustración cada vez que la cremallera no resistía lo suficiente, fantaseando con la idea de que la maleta era Mal y yo estaba a horcajadas sobre su cuerpo, empujando hacia adentro sus tripas, que se derramaban sobre la moqueta, recogiendo polvo en su pegajoso tejido.

Transcurrieron semanas y semanas abrasadoras. Cuando llegó el martes en que salía nuestro vuelo, aún no le había dicho a nadie que me marchaba, exceptuando a Ted el Rojo. Al amanecer le escribí una nota a papá donde le explicaba que me iba de vacaciones con Lou y que esperaba que se encargase de mamá y de Mal, si es que ella se lo permitía. La introduje en la rendija que se abría entre la puerta de su buhardilla y el techo, donde se encontraba en ese momento. Entonces, hostigado por la posibilidad de que a mamá se le ocurriese aparecer con un desayuno inglés caliente hasta temperaturas incomestibles, agarré mi maleta y abandoné la casa en silencio. Mal recibió una mirada de despedida. Caminé hacia el taxi, que estaba esperándome al fondo de la calle, donde los míos no podían verlo.

—Tú eres el hermano, ¿verdad? —me preguntó el conductor.

—¿De quién?

—El de Malcolm Ede.

—Sí.

Como sufro de la clase de insomnio efervescente que importuna a la novia la noche antes de su boda, no había descansado ni un segundo hasta que recogimos a Lou —su padre y Rebecca Mar salieron a despedirse de ella en sus batas de estar por casa—. Entonces comencé a contarle al taxista lo que nos sucedió la última vez que estuve en un aeropuerto. Los dos se rieron, y yo recordé que, cuando estoy de humor, puedo ser elocuente. A menudo soy mi propio obstáculo.

Enseguida me encontré pagando; el conductor me estrechaba la mano. Cargamos las dos maletas en un carrito metálico desvencijado y avancé por la terminal detrás de Lou, sumido en una rutina que consideré a la vez frenética y apaciguadora antes del embarco.

Una vez dentro, un señor que estaba sentado justo en diagonal delante de mí se giró en su asiento y me dijo: «Disculpe, ¿no es usted...?», así que me volví y me incliné hacia Lou y miramos juntos por la ventanilla, a la espera de que el mundo se perdiese de vista.

El arranque del motor en medio de la pista me hizo tensarme; mi cuerpo era de cemento, me quedé clavado en el reposacabezas. No me di cuenta de que estaba estrujando la delicada muñeca de Lou, haciendo palidecer la suave piel a su alrededor. A medida que el aparato aumentaba de velocidad se me agarrotaron los músculos de las piernas con el temblor de una valla electrificada. A cada segundo, mi organismo saboreaba una nueva experiencia. Despegue. Trescientos metros, novecientos metros más lejos de lo que jamás había estado por encima de casa. Lanzado a mil kilómetros por hora, impulsado fuera de mi órbita por la explosión; transportado por el viento, un conjuro deshecho y una maldición conjurada. La maquinaria emitió un estruendo al replegar el avión sus ruedas. Por fin estaba saliendo de mi propio amarradero, abandonando el puerto. En medio del cielo, no era el hermano de nadie.

Contemplé los blancos acantilados de la costa inglesa y me acordé de que papá me había explicado en una ocasión por qué eran de aquel color. Miles de años y de huesos, dijo. Trillones de vidas, todos los esqueletos del mar sedimentados unos con otros por las corrientes y compactados por el choque de las olas. La presión más el tiempo dan como resultado tiza. Fascinante. Una presión suficiente durante el tiempo adecuado acaba siempre resultando algo nuevo.

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