Cama

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Tenía los ojos legañosos. Me tambaleé con lentitud a lo largo de la serpiente metálica de la cinta transportadora, completamente zombi después del vuelo. Los colores de los carteles parecían mucho más brillantes de lo habitual: el amarillo americano era mucho más amarillo, el azul americano parecía más honesto, y el verde americano más intenso. Todo parecía grande y nuevo, sin miedo a hablarte directamente. Las señales (con instrucciones de tal cortesía y presentadas con tanto formulismo que al final ni eran corteses) nos guiaron hasta obligarnos a atravesar aturdidos unas puertas automáticas que se abrían como si fuesen alas revestidas de metal. Lou me cogió del brazo. Me sentí tradicional, caballeresco, complacido. Sin estar muy seguro de lo que buscaba, fingí un paso confiado, deseando que la gente que esperaba a sus seres queridos se fijase en mi actitud y no en el hecho de que estuviese examinando sus gestos con detenimiento. Seguimos la cola hasta que fue quedándose vacía, las sobras desechadas de nuestra tripulación. Observé algunas caras conocidas del avión; dejaban caer sus fardos en el suelo para encontrarse con los brazos de gente a la que no veían desde hacía mucho tiempo. Los abrazos estallaban entre emocionados chillidos.

—Disculpa.

Un acento nuevo y agradable bañó nuestros oídos con el sonido de un vientre alborozado. Giramos sobre nuestros talones y nos encontramos con un letrero escrito con pintalabios en el envés de una caja de cereales que decía simplemente «Lou». Alrededor del cartón se aferraban unas uñas del mismo rojo de señal de tráfico, pegados a unos dedos adornados con gran cantidad de anillos de oro. Aros, sortijas y brillantes. Anillos con nombres grabados, anillos facetados que daban vueltas sobre sí mismos, se entrechocaban como un enjambre de resplandecientes abejas. Nuestros ojos eran urracas volando hacia los suaves brazos negros de Norma Bee. Su sonrisa era un gran piano y su risita tonta el grandilocuente cascabeleo de una diva. Tenía unas curvas de vértigo que iban desde el cuello hasta el generoso pecho y descendían en gloriosos michelines hasta las caderas. Una enorme cantidad de joyería envolvía todo su cuerpo y su pelo corto y rubio formaba rizos en miniatura.

Nos acogió en sus brazos y siguió riendo y besándonos, dejando marcas rojas por toda nuestra cara. Nosotros nos apretamos contra ella y nos dejamos inundar por su espontánea cordialidad.

—Lou y el señor Ede, supongo —dijo educadamente—. Qué ganas tenía de conoceros. Vamos a comer algo.

La seguimos: más puertas y luego el asfalto y hasta su coche. Ella iba hablándonos, pero yo apenas entendía una palabra, no podía concentrarme; Lou asentía, tan desorientada como yo.

—¿Habéis tenido un buen viaje? —preguntó—. Estaba deseando que llegarais. Ya os tengo preparadas las camas.

Camas. Plural. Supuse que a la noticia de nuestra decisión de ir a verla había seguido una carta aclaratoria. No estábamos juntos, ni en la cabeza de Norma Bee ni en la de Lou. Únicamente en la mía.

El coche era enorme, amplio y repleto de oxígeno fresco, vigorizante. En la parte de atrás tenía espacio suficiente para estirar las piernas sin tocar la puertecilla y el cuero era nuevo y terso. Aspiré su olor y mi cabeza abotargada se despejó. El sol de Ohio me bombardeaba a través del cristal mientras Lou y Norma Bee charlaban sobre Mal y sobre Inglaterra; sobre tiendas de campaña, grasa, carnicerías y caravanas; sobre mamá y papá. Me costaba creer que fuera el mismo sol. El cielo de América parecía estar situado mucho más arriba, las carreteras aparentaban ser más amplias, como si los ojos con que las mirabas estuviesen tintados. Contemplé por fin la América que Mal y yo habíamos conocido gracias a los late night shows. Bocas de riego rojo fuego. Semáforos colgantes. Vapores. A cada giro, me sentía más pequeño. Estaba almacenando más visiones en un solo viaje que en toda mi vida hasta entonces. El coche fue acelerando a medida que nos alejábamos de Cleveland, dejando atrás billares y supermercados. Cubrimos grandes distancias hasta que a nuestro alrededor era poco lo que podía divisarse, aparte de la carretera. Entonces, los caminos se multiplicaron en el horizonte como un pañuelo para el cuello alrededor de una nueva ciudad. El calor seco exprimió dibujos de humedad de mi espalda, de manera que cuando llegamos a la casa de Norma Bee en las afueras de Akron mi camiseta blanca llevaba estampados unos labios de Joker.

—Ya hemos llegado —dijo Norma al detenerse en el rectángulo diferenciado de hierba sobre el que un día había caído la sombra de la caravana—. Hogar, dulce hogar.

Era una pequeña edificación separada considerablemente de las casas vecinas que la flanqueaban. Una escalerita de maderos delgados conducía a una estrecha galería; luego, una puerta mosquitera sucia hacía las veces de entrada. Dentro de la casa, un perrillo ladró y nos enseñó los dientes hasta que Norma Bee lo convenció de que todo iba bien y lo hizo volver a su cesta a mordisquear un hueso del doble de su tamaño.

—Bueno, no hay mucho espacio, pero nos las arreglaremos —comentó.

El interior de la vivienda había sido derribado en parte para hacer sitio a su difunto esposo. En el pasillo había una cama plegable de viaje. Aunque se parecía a los restos de un choque frontal entre un amasijo de metales retorcidos y una pila de trapos remendados, estaba deseando tener mi propia habitación. Ordené mi ropa en los cajones espaciosos y pesados de un armario que me indicó. Dentro encontré camisas y pantalones enormes, que ya no servían a nadie: hechos a medida, algunos de un diámetro parecido al de esos tanques redondos que se utilizan cuando hay inundaciones; había cinturones para payasos y camisetas para osos, cuellos que le hubieran ido perfectos a una esfinge y sudaderas tan anchas que podrían haber dado cobijo a dos o tres niños en su interior. En ese momento me di cuenta de que era curioso que yo no estuviese acostumbrado a esa clase de gargantuescas prendas, dado que Mal siempre iba desnudo.

Cuando terminamos de deshacer el equipaje estaba anocheciendo, y, dispuesto en una mesa del porche, nos esperaba un banquete como para celebrar el regreso de un héroe de guerra. Estuvimos toda la noche allí sentados, reposando con serenidad; el cielo sobre nosotros era un relámpago azul silencioso y despejado, perforado aquí y allá por las estrellas y la luz de los aviones que lo cruzaban. Si exceptuamos los ladridos del perro cada vez que pasaba un coche, no se oía un solo ruido. Había logrado escapar a la tormenta y me sentía pletòrico. Comimos pollo bien tostado, y costillas glaseadas; bebimos vino tinto hasta que nuestras palabras se arrastraron como las de una marioneta controlada con torpeza. Nos fuimos a la cama. Al acostarme, decidí que en aquel lugar haría mía a Lou.

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