Cama

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Nos gustaba encontrarnos con gente cuando íbamos al centro de la ciudad. Me encantaba verlos pasar por delante de la iglesia: trazaban cruces imaginarias sobre sus frentes, de la cara a los hombros. Pedimos batidos en un bar, y, aunque hubiese un banco libre frente a mí, Lou se sentó a mi lado. Cuando se terminó el batido, hizo burbujas con la pajita en el fondo del vaso mientras yo pagaba. Nos separamos a la salida; Lou fue hacia el banco y yo a seguir pintando las paredes de la ampliación de la casa, en la que acabábamos de instalar una cama para los dos. Era sólida y mullida, cubierta por capas y capas de tela espesa. Me dirigí a casa con la calderilla del cambio tintineando en el bolsillo. Tuve que armarme de valor para obligarme a llamar a casa. Había pasado un mes desde la última vez.

Contestó papá, sin jadeos; no debía haber bajado desde su buhardilla.

—Estaba esperando a que llamases.

—Siempre llamo más o menos con la misma frecuencia —le respondí.

Pero eso él ya lo sabía. Funcionaba como un reloj, uno de segunda mano, pero siempre efectivo. Era el cerebro detrás del mecanismo, el que controlaba las palancas en la sala de máquinas en las entrañas de todo aquel caos. Algo andaba mal. —No quiero que te preocupes... —comenzó.

Empecé a preocuparme de inmediato.

—Vale.

—... ni que Lou se preocupe.

—¿Qué ha pasado, papá?

—Se trata de Mal —una inspiración—; está bien.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Tuvo un paro cardiaco. Muy pequeño, pero un paro cardiaco al fin y al cabo. No lo pueden mover, así que lo están atendiendo aquí.

Me hundí. Mi espalda se deslizó por la madera barnizada de la ventana hasta que las rodillas chocaron contra mi pecho. Quedé sentado sobre el pelo que el perro iba soltando por toda la casa, con el cuerpo atascado entre la pared y el suelo.

—Hay cables y máquinas del hospital por todas partes. Tu madre se ha vuelto loca, como supondrás, pero está bien. Un toque de atención, así lo llaman. Una salva disparada como advertencia, si lo prefieres.

Permanecí en silencio.

—Ha salido en los periódicos.

Podía notar el temblor de sus enormes y ásperas manos, y su deseo de decirme que volviese a casa. Fui consciente de cómo alguien tiraba del tapón en el fondo del mar en el que había estado nadando hasta entonces.

—Pero está bien, se encuentra bien. Quería asegurarme de que sabías que está bien antes de que leyeses alguna noticia o te enterases de cualquier otra manera, por el padre de Lou o lo que fuese.

Le pedí que me explicase con detalle lo que había sucedido y fui construyéndome mentalmente una película que luego revisaría una y otra vez. Me lo podía imaginar a la perfección. Mamá está preparando la cena: gofres con beicon y montones de judías viscosas, pan de ajo untado con mayonesa para contrastar e intensificar el sabor. Lo va colocando todo ordenadamente en una bandeja en la caravana. Empuja la puerta con el trasero. Cruza por delante de la tienda de campaña y sus pensamientos giran un momento alrededor de Lou. Atraviesa la puerta principal, descalzándose con un movimiento brusco de las piernas; las zapatillas caen la una junto a la otra como un par de gatitos peleándose por el pezón de su madre. Traspasa el umbral de otra puerta, junto a la sucia escalerilla metálica que lleva al altillo de papá, donde los proyectos comienzan y fracasan un día detrás de otro. Abre para entrar en el dormitorio y allí está Mal, con una sábana extendida sobre la sala de espera de su departamento de degluciones. Deposita la bandeja a un lado. El coge un gofre chorreante, empapado por completo en grasa de cerdo, y arranca dos terceras partes de un mordisco. Ñam, ñam, ñam. Su mandíbula tritura, la lengua empuja la comida contra sus dientes hasta que consigue transformarla en una cilíndrica pulpa asquerosa que se le escurre garganta abajo.

—Esa es la rutina de cada tarde —apostrofa papá, pero yo dirijo las escenas en mi cabeza y las vuelvo tan nítidas que el vello de la piel se me eriza.

Mamá se ayuda con el borde dentado de un cuchillo para ensartar en el tenedor un buen bocado de carne. Una judía anaranjada cuelga solitaria de una de las comisuras de Mal, bajando hacia su barbilla como el último pegote de un tubo de pasta dentífrica. Se le comienzan a desorbitar los ojos. Se le hinchan las venas del cuello. Aferra con tanta fuerza la bandeja que el plástico se parte entre sus manos. Los latidos de su corazón se encabritan, los ventrículos se afanan en la ejecución de un ritmo computerizado y vertiginoso, cuncun-cuncun-cuncun, más rápido a medida que la sangre pasa como una tromba por sus arterias y desuella el tejido en un intento de hacer pasar más cantidad de la roja sustancia a través del estrecho conducto. Cuncun-cuncun: más rápido. Mamá tiene un ataque de pánico. La bandeja acaba estampada contra una pared y por las cortinas resbalan restos de mayonesa; un pedazo de pan de ajo da una voltereta y busca un lugar seguro bajo la cama. Por fin chilla, los dos están gritando; él le aprieta un brazo, se sacude y suda enfebrecido. Ella llora y él no consigue respirar, hiperventila, siente un gran dolor, la sangre no le llega a la punta de los dedos de las manos ni de los pies, que se repliegan sobre sí mismos como ganchos; se agarra el pecho, se arranca el vello que lo cubre.

Me pasé el auricular caliente a la otra oreja.

—Pero quiero que sepas que está bien —dice papá.

—Lo sé. Lo sé.

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