Cama

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En ese momento, yo era un ascensor con los cables rotos precipitándose por el profundo hueco de una mina a una velocidad inusitada, que solo se detendría con el impacto que iba a destruirlo todo. Lou se había marchado. Lo único que me quedaba de ella era el óleo de Norma Bee. Lou en dos dimensiones y reducida a un tamaño de veinticinco centímetros de altura.

Los pies me chapoteaban en sudor, la camiseta impregnada era como una segunda piel, una delgada carcasa húmeda; el pelo me colgaba en mechones grasientos sobre el rostro. Deambulaba por la carnicería, de pasillo en pasillo, examinando la comida congelada y los estantes de latas almacenadas. No lograba encontrar a Lou en el rincón más cálido, donde el olor a pan recién hecho se extendía como una epidemia hogareña. Las barras aún calientes del horno sobresalían de su cesta implorando unas monedas, como brazos de mono que se alargasen entre los barrotes de su jaula en un zoo castigado por el sol. Tampoco estaba junto al sereno campo de fuerza de las neveras, aunque allí era donde solíamos pasar las tardes cuando hacía demasiado calor y la calle nos quemaba la piel con sus manazas ardientes. No iba a descubrirla charlando plácidamente con los ayudantes de la tienda, matando el tiempo, saludando a los compañeros del banco que se encontrara allí por casualidad. Se había marchado. Regresé a casa desde la carnicería después de saludar con gesto triste al nuevo empleado que dejaba a cargo de todo, un chico joven que se mantenía siempre con un aspecto pulcro, sin importar lo que hubiésemos cortado o despiezado. Organizaba el género en el escaparate y esperaba de pie, con una sonrisa de un resplandor hollywoodiense. Me invadió la certeza de que le haría mucho bien a aquel lugar, y por mi mente pasó una aliviada señora GDF.

Norma Bee estaba sentada en el porche enfundada en un luminoso vestido amarillo de licra empapado en sudor. Pintaba frente a su caballete; el perro le servía de modelo calzando aquellos ridículos patucos de lana que le había tejido. El animal salió despavorido cuando pasé por su lado como una tromba, un viento sombrío y furioso que soplaba hacia la orilla. Ella dio un bote y se encogió cuando derribé el lienzo y el otro chucho, el de la pintura, se desfiguró contra el suelo. De una patada, saqué la puerta mosquitera de sus goznes (quedó colgando aturdida, muerta) y seguí como una flecha hasta la otra punta de la casa.

Cuando Norma se acercó y me obligó a darme la vuelta estaba llorando encogido a los pies de la cama.

—Cálmate. Te preparo algo de comer.

—¿Por qué la llevaste al aeropuerto?

—Cariño, ella me lo pidió. Era consciente de que su padre no podía quedarse aquí. Lou sabe qué es mejor para él. Lo quiere.

Comimos en silencio tarta de manzana con crema.

Me pregunté si la postal de felicitación que envié estaría mezclada entre las toneladas de correo sin abrir que papá me había contado que poblaban el jardín alrededor de la tienda de campaña de Lou de bolsas negras de basura.

Me pasé cuatro horas balanceándome en el porche sentado en su silla; arrancaba cabellos suyos que me encontraba enganchados entre las junturas de madera y los retorcía entre mis dedos.

El perro estaba todavía demasiado asustado para acercarse a mí. Norma Bee intentaba serenarme, pero enseguida se dio cuenta de que no iba a progresar demasiado y se calló. De vez en cuando me frotaba un hombro al pasar por mi lado para ofrecerme cosas para picar, comidas y bebidas.

Me fui a la cama.

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