Cama

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Me despertaba en medio de la noche, ya completamente descolorida para mí. Esperaba encontrarla a mi lado, pero ya no estaba allí. Me parecía oír el zumbido y el chasquido del reloj de la pared; en mis sueños, la luz verde del contador me inundaba. Al amanecer oía a Norma Bee haciendo ruido en la cocina mientras preparaba el desayuno; no obstante, ni me preocupaba de ponerme algo de ropa encima cuando me traía la bandeja de plástico.

Norma me pintaba cada día. Dejé de ponerme al teléfono. Jamás era Lou.

Me pasaba el tiempo en la cama.

Norma Bee me había dicho que no había problema.

Comía, engordaba y dormía. Aquella antigua trinidad de placeres que me colmaba había desaparecido: ahora me faltaba una parte, la había perdido. Me revolcaba en el barro.

Me atiborré de exquisiteces americanas. Manjares sobre los que se había fundado toda una nación saciaban mi paladar transatlántico. Durante los momentos más calurosos de la jornada me tapaba con una sola sábana; por la noche, me construía un caparazón acolchado y me encerraba en él. El lugar en el que ella había estado ya no era más que un espacio que ahora comenzaba a rellenar. Mi noción del tiempo comenzó a fluctuar. Tajadas descomunales de cordero; pollo, arroz y guisantes; tortillas con salsa y aperitivos veraniegos para remojar; fajitas empapadas en crema agria; fideos con un aderezo avinagrado de color marrón y generosos pedazos de carne de pato; albóndigas, montones de albóndigas. Norma Bee cocinaba unas albóndigas fabulosas. Rollitos de primavera pringosos, brazos de gitano helados... Los días transcurrían con lentitud. El amanecer y la puesta de sol no eran más que un demorado parpadeo del ojo de la naturaleza: las evoluciones de la sombra del día se me hacían interminables.

Cuando me sobrevino un instante de lucidez, descubrí colgados frente a mí en la pared siete óleos que me representaban echado en la cama. Norma hizo un esfuerzo para pasar por la puerta con un envase de cartón lleno de carne churruscada y revestida de una cota de malla de pan rallado bajo una de sus alas.

—Hora de comer —canturreó.

Era habitual que cantase las horas de las comidas. Me acordé de mamá. De repente tuve claro que había llegado el momento de volver a casa. Sin embargo, me quedé allí echado, estancado y sin fuerzas.

Recuperé mis fuerzas una mañana, temprano. Me desperté con el desagradable cosquilleo de la acidez de estómago. La luz que entraba por la ventana me presentaba mi imagen reflejada en el espejo del armario, que Norma Bee se había dejado por primera vez abierto en un descuido. Reconocí la figura, pero no me di cuenta de que era la mía. Las costras y las pústulas se apelotonaban sobre mi cara en aislados montículos sudorosos; las estrías blanquecinas recorrían mi piel sucia y tersa. Más alto y más ancho: no era el hombre que aparecía en los retratos sino el hermano que había dejado atrás. Acababa de cumplir los cuarenta en aquel cuarto y el glaseado del pastel no indicaba que fuese una fecha especial. Tenía que marcharme.

Me llevé conmigo un retrato. Norma Bee añoraba a Brian Bee con todo su desproporcionado corazón. Me dijo que siempre sería su hijo.

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