Cama

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El taxista que me llevó del aeropuerto a casa no me preguntó nada sobre Mal; el paso del tiempo me había borrado o deformado un poco. Mi rostro se había desvaído como una fotografía desenterrada en el jardín. Había envejecido y mi piel era más oscura; estaba más curtido, resabiado y gordo. Me había convertido en lo que inevitablemente acabamos siendo todos: un subproducto de nuestra propia tortura.

Al pasar por delante de la caravana pensé en Norma Bee, sola, y en toda la comida que se iba a estropear.

La tienda de campaña de Lou aparecía sobre el césped del jardín desangelada, retorcida y derrumbada, pero fija allí donde papá la había clavado. Abrí mi maleta, saqué el cuadro que pintó Norma Bee y lo dejé en el interior de la tienda, que ya no conservaba el olor de Lou. Olía a polvo, a calor y a los veranos bochornosos que me había perdido lejos de allí. Me pregunté si estaría bien que me metiese dentro, cerrase la cremallera y esperara allí echado. Una trampa para ratones preparada, un trocito de queso asomando incitante de un extremo. Pero preferí dejar el cuadro apoyado en uno de los laterales y me encaminé hacia la entrada de la casa.

Nada había cambiado. Podía percibir el exterior más grande o más pequeño, dependiendo del tiempo que hubiese pasado fuera, pero por dentro era exactamente igual que siempre. Me sentía capaz de andar por ella con los ojos cerrados, siguiendo el olor a comida, perfume, sábanas, a Mal... Cremas y sudor. Los crujidos que solían hacer las paredes, los sonidos metálicos de las tuberías. La temperatura de casa no variaba un ápice; su mapa se había conservado. Siempre me daba la bienvenida de la misma manera.

Pero lo que me recibió al empujar la puerta del dormitorio hizo que me desmoronase como si el techo me aplastase contra la moqueta: Mal. Enorme. Los pliegues de su piel eran eclipses rojos, ampollas gigantes. De las llagas que recorrían la parte inferior de su cuerpo goteaba una secreción incolora que hacía brillar las sábanas de la cama mugrienta. Era de día, pero estaba dormido. Untado en sus propios jugos como un pollo que gira asándose lentamente en el asta. Las paredes aparecían decoradas con recortes de periódico y un muestrario desordenado del correo que seguía recibiendo. Había cajas, envases, platos apilados sin concierto. También estaba mamá, dormida en una silla en un rincón. Tenía mejor color del que le recordaba, sus mejillas resplandecían lozanas. El contador estaba colgado en la pared.

Mareado, volví sobre mis pasos hasta el punto donde el extremo de goma negra de la escalerilla que llevaba al desván de papá reposaba sobre la moqueta. Desde el primer escalón estiré un brazo y golpeé la trampilla con los nudillos. A continuación le siguió el ruido que tan bien recordaba, se abrió y apareció la cara de mi padre (más viejo, pero con un aspecto más paternal), agradablemente sorprendido.

—¡Vaya! —gritó. Bajó de un salto y me echó los brazos alrededor, estrujando los míos contra mis caderas—. ¡Pero mira quién está en casa! —Se apartó un poco para contemplarme y vio que mi mirada no se correspondía con su entusiasmo—. ¿No ha venido contigo? —No.

No había sido consciente de cuánto lo echaba de menos. Su pelo estaba encanecido y revuelto, su cara animada y sus ojos parecían más grandes, brillaban como monedas bajo el agua. Tenía la pinta que suponía que debía de tener Einstein en persona, rebosante de energía. Todo él resplandecía, vivo.

Despertamos a mamá, que me abrazó y me besó. Pegado a ella, no me sentí frágil como solía pasar cuando era niño, sino amparado y satisfecho. Acababa de tener lugar una especie de renacimiento de mis emociones. Por distantes que fueran sus vidas, la felicidad habitaba en ellos.

Mal abrió un ojo que emergía de una mejilla oronda como un botón enterrado en la lana de un jersey de invierno.

—Hola —dijo.

Pude ver, gracias a la arruga que se extendía por su frente abombada, que se había dado cuenta de que no estaba allí por voluntad propia.

Dejé la maleta junto a mi cama (allí seguía, junto a la suya) y, con un suspiro y envuelto en la densa atmósfera de enfermedad que lo inundaba todo, me resigné ante la evidencia de que posiblemente ni Mal ni yo estábamos destinados a salir de aquella casa.

—¿Quieres que hablemos? —me preguntó.

—No.

—Vale.

Lo contemplé allí echado en su cama y por un momento permití que la lógica tácita de todo aquello me penetrase. Quizá él estuviera en lo cierto, me dije. ¿Qué clase de vida es esta que le proporciona a uno un corazón que late perfectamente con el único fin de partirlo en mil pedazos? ¿Qué sentido tiene, si todo lo que nos enseñan a esperar de ella se revela falso? Si esto es la vida, entonces ¿vale la pena levantarse de la cama?

Mi colchón, que recordaba mi olor y mi forma igual que un perro fiel, me dio la bienvenida sin reservas. Dormí durante días. Mi gran intento de huida había fracasado.

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