Cama

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Estábamos en el colegio cuando Lou apareció en nuestras vidas. Los profesores apremiaban a los niños para que volviesen a entrar rápido en el edificio en aquellos días en los que llovía tanto que los desagües desaparecían bajo la crecida. Se veían obligados a abandonar, no sin desgana, la expectativa de los deliciosos aprietos que prometían las matemáticas avanzadas; no obstante, ese era el protocolo en caso de lluvia: unas horas de tiempo libre observando cómo los chicos bulliciosos maltrataban a los más tranquilos encerrados tras aquellas ventanas en las que se iba depositando la condensación.

En general, todo giraba alrededor de Mal. Su rechazo a participar en las efímeras convenciones sociales de la escuela daba como resultado que más de un día lluvioso se redujese a la contemplación de las palabras «Mal Ede es un bicho raro» descomponiéndose en el cristal. El ni siquiera se daba cuenta. No le importaba lo que sus compañeros pensasen de él, y ellos envidiaban su indiferencia. Sin embargo, nunca llegaron a comprender su actitud como lo hizo Lou. Por completo. Lo vi en su cara aquel día; la expresión de alguien cuyo corazón sube por la garganta, desemboca en la cavidad bucal perforando sus dientes delanteros y prosigue su huida hacia el cielo. No fue amor ni deseo, todavía era demasiado joven para eso. Pero era algo: la semilla de una semilla que llegaría a germinar en algún momento.

Aquel día, se sentó en clase y desempañó con la mano uno de los vidrios. La lluvia tamborileaba con tanta ferocidad que los goterones, al golpear contra el suelo, hacían que el asfalto del patio de recreo pareciese haber entrado en ebullición. Simuló llevarse unos prismáticos a los ojos y los apoyó contra la ventana. A través de la oscuridad y el aguacero pudo ver la sombra de una solitaria figura. Mal. Su cabeza echada hacia atrás, la boca abierta de par en par rebosante de agua que se escapaba en cascadas por sus mejillas, nariz y ojos. La saturación producía en su pelo compactos mechones de babosas líquidas y hacía que la camisa blanca almidonada de su uniforme se volviese transparente. Dado que mi hermano no se dignaba a responder jamás al oír su nombre cuando pasaban lista, ninguno de los representantes de la autoridad había advertido su ausencia; de hecho, en aquel instante, la única persona en todo el universo que pensaba en Mal era Lou.

Lo miraba mientras el viento proyectaba la lluvia contra su espalda. Golpeó con sus manitas de porcelana en el cristal, pero él no podía oírla. Se reclinaba apresuradamente en su pupitre cuando algún profesor o un compañero escandaloso pasaban a su lado, para que nadie más descubriese a Mal allí afuera. Finalmente, después de más de media hora, se arrastró por el aula hasta alcanzar el pasillo; se puso a gatas bajo una muralla de sillas de plástico apiladas, serpenteó entre la red de patas negras y emergió. Permaneció acuclillada allí hasta que el último de los adultos hubo entrado en la sala de profesores, cruzó de puntillas el resbaladizo suelo de baldosas del vestuario de las chicas, se escondió tras la puerta del armario de objetos perdidos y esperó la oportunidad de poder salir sin ser vista. Abrió la ventana que daba al patio y metió las piernas con agilidad por ella. Se quedó colgando allí, desapercibida, la mitad del cuerpo expuesto a la lluvia, con la falda levantada hasta los hombros y las nalgas raspando contra los bordes afilados de la pared de ladrillo, antes de conseguir liberarse y caer de culo en un charco.

Se frotó los ojos y se chupó los labios. Sabían a fango.

Se dirigió con lentitud hacia donde estaba Mal, estremeciéndose cuando las primeras gotas de lluvia helada bajaron por su espalda en persecución mutua. Entrelazó sus dedos con los de él y se quedó allí mientras la tromba de agua percutía sobre ellos amenazando con disolverlos por completo. Mal continuó con el rostro dirigido hacia el cielo, agarrando su mano durante quince minutos hasta que, tan súbitamente como había comenzado, el chaparrón amainó. La soltó y, sin decir una palabra, volvió corriendo al edificio y se encaminó directamente al despacho del director para reclamarle una lección sobre la lluvia, justo antes de desmayarse sobre la moqueta.

—Disculpa, ¿tú eres el hermano de Malcolm Ede, verdad? —me preguntó Lou de vuelta a casa ese mismo día. Su voz y sus palabras se mantuvieron suspendidas en el aire como el sonido de una campanilla de viento recién tañida.

—Sí —tenía un aire compasivo.

—Me llamo Lou.

Me palmeó el hombro y me entregó una carta para Mal, dentro de un sobre amarillo adornado de una manera algo cursi con la huella de unos labios recién pintados de rojo brillante. No eran los suyos, ya que su boca no era tan bonita, de eso estaba casi del todo seguro; alguna amiga lo habría hecho por ella. Me había tocado el hombro.

Embutí la carta en las profundidades de la mochila desgastada que había heredado de mi hermano y corrí hacia casa a toda velocidad; la experiencia fugaz de algo nuevo, algo bueno, perseguía de cerca cariñosamente —pero por poco tiempo— a mi alma.

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