Cama

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El verde lima del cristal líquido se metamorfoseaba, sus formas y horas evolucionaban incrementándose, pero su luminosidad no era capaz de traspasar la sólida negrura que me envolvía. Los ojos me dieron vueltas de nuevo al abarcar la inmensidad del cuerpo de Mal, que parecía haber desaparecido dentro de sí mismo dándose la vuelta por completo como un calcetín.

Contemplaba el sol, las hojas y la lluvia. Notaba cómo crecía la curiosidad a mi alrededor. Miraba la tienda de Lou y a mamá, que llegaba con su cargamento de platos desbordantes de comida. Esa era la única constante, lo único que diferenciaba un día de otro en el marasmo del tiempo.

Estábamos viendo una película que nos sabíamos de memoria, antigua, tan en blanco y negro que en algunos momentos se volvía azul. John Wayne abanderaba los beneficios relativos de dejar a un lado tus ambiciones por el bien de los demás, y de la recompensa que a la larga se obtiene. Ni Mal ni yo prestábamos demasiada atención.

Era el Día Seis Mil Seiscientos Cuarenta, según el contador instalado en la pared; bastante tiempo desde que mis cavilaciones comenzaran a perder su amargura. Mamá acababa de preparar a Mal para dormir, así que allí estábamos tumbados los dos, el uno junto al otro: la matrioska grande y la matrioska pequeña.

—Creo que ya ha sido suficiente —dijo. La papada de pelícano, como un tren de aterrizaje, temblaba bajo su barbilla.

—Pues apágala, yo no la estoy viendo. El mando de la tele debe de estar debajo de alguno de tus michelines.

—No digo la película. Me refiero a ti, a lo que estás haciendo: creo que ya basta.

Me incorporé en la cama.

—¿Yo?

—Sí, tú.

—Pero ¿de qué hablas? Sabes muy bien que ninguno de nosotros estaría aquí ahora mismo si no fuese por tu culpa.

Y de repente me desboqué, la presión se hizo insoportable; la sangre me subió a la cara como el mercurio escala las marcas de un termómetro.

—La diferencia es que tú estás ahí tirado autocompadeciéndote y yo no —añadió.

Y tenía razón, sabía que tenía razón.

—Aún no has conseguido tu fotografía —dijo—. Yo ya tengo la mía.

Me puse la ropa apresuradamente y llamé a papá desde el piso de abajo.

—¿Puedo ayudarte? —le pregunté.

Papá se sacudió el polvo como si llevara años esperando aquel momento.

—Mañana subirás conmigo al tejado y te enseñaré lo que he estado construyendo.

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