Cama

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Era mediados de un verano pegajoso, la noche antes de que nos fuésemos de vacaciones, y nos habían mandado a dar una vuelta para que mamá pudiera hacer el equipaje. Aunque no había sido mamá; ella prefería que nos quedáramos en casa. Unas moscas pequeñitas andaban por mi camiseta blanca en círculos irregulares, como derrapando con un ala, y las avispas mendigaban cerca del borde de mi lata de refresco. Recorrimos nuestra calle arriba y abajo durante mucho rato y luego nos fuimos a descansar junto a un viejo muro que había en uno de los extremos, nuestras energías sofocadas por el calor. Mal se sentó a pleno sol; yo me parapeté detrás de él, contorsionándome para encajar en su sombra.

Un relámpago y desapareció. Enseguida vi una cara, que se esfumó de inmediato. Había descubierto a Lou tras la esquina de una tienda mientras nos observaba, mientras observaba a Mal. Su cabeza acechaba y se escondía a intervalos, seguida velozmente por la de alguna amiga suya; me las imaginé escondidas allí riéndose, juguetonas. Fingí no darme cuenta por miedo a que se acercaran a hablar con nosotros y que Mal no les dirigiese la palabra, que me dejase a mí solo ante ellas y me quedase bloqueado, sin palabras, derritiéndome por el calor mientras se quedaban allí de pie mirando con los brazos enjarras el charco de mugre en el que un momento antes habría estado yo.

Mal no era popular entre los chicos, pero sí entre las chicas; tanto como lo pueda ser un chaval de trece años. Si la mayoría de nosotros éramos delgaduchos, apenas unas costillas recubiertas de tejido, su cuerpo estaba forjado en músculo, cada centímetro del mismo perfectamente sólido. Se conducía con un aplomo que yo jamás podría imitar.

También era atractivo, si bien de una manera poco convencional, que es la mejor manera de ser atractivo. A las chicas les gustaba su barbilla y la caída indolente de su pelo negro y rizado. Por la misma razón, los chicos odiaban su barbilla y la indolencia de la caída de su pelo. Era enigmático. No para mí, para los demás. Poseía la apostura adecuada, los andares, el estilo. Funcionaba bien en conjunto, sencillamente. A su lado, parecía que a mí me hubiesen construido ensamblando mis miembros a oscuras. La gente, en general, me conocía como el hermano de Malcolm Ede. Me preguntaban por él, yo saludaba y les decía dónde estaba, si es que lo sabía.

Su singularidad ponía de relieve sus logros. Cuando nadaba, daba la sensación de que lo hacía con más intensidad que el resto. Era un ser excepcional, hecho a sí mismo y con la capacidad de elaborar leyes propias a su alrededor, unas leyes que nadie que no fuera él podía esperar comprender. Ni siquiera yo. Yo seguía su estela, era la pelusa que se cuela por la rendija de una puerta si la cierras lo suficientemente rápido.

Parecía que cualquier día era su día y que no estaba dispuesto a que terminase. Como si supiese que crecer significa ir muriendo, pero no la muerte en sí misma.

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