Cama

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En el mostrador de facturación de Heathrow el personal del aeropuerto murmuraba aterradas instrucciones deslavazadas a través de sus anticuados radiotransmisores. «¿Qué cola?», «¿Cuánto más?», «Cálmese, caballero, podrá coger su vuelo a tiempo.»

El único que había volado antes era papá, solo una vez, a la inimaginable Sudáfrica, y para volver transformado en un hombre distinto. Las rutinas del viaje aéreo, toda su presurosa banalidad, nos eran tan ajenas como subir escaleras para irnos a la cama. Para Mal, a todas luces, las serpenteantes colas representaban un laberinto de árboles cuyos troncos eran las piernas que debía sortear. Me senté sobre la maleta y escuché a papá exponer las ventajas de un veraneo en el sur de España. Mamá lo ignoraba embelesada, absorta ante la idea de salir de un avión y pisar suelo extranjero. En su imaginación, lo hacía con pie trémulo; la cámara abría el encuadre hasta revelar un fantástico vestido de Christian Dior verde esmeralda y un montón de diamantes por valor de medio millón de libras pendiendo de una cadena de plata alrededor de su elegante cuello, como una estrella de cine en la alfombra roja la noche del estreno. Estaba tan distraída que no advirtió que dos ancianas que hacían cola detrás de nosotros chasqueaban la lengua con desaprobación, el zumbido de los insectos atrapados en la tela de araña. Los descontentos fueron sumándose poco a poco a la cola a sus espaldas, hasta que se le acercó un hombre de gesto adusto y húmedas manchas circulares del tamaño de moldes para tarta bajo las axilas. Le puso una mano firme sobre el hombro igual que si le diera gas a una moto y expresó el descontento unánime de aquel grupo de caras desencajadas.

—Si usted no es capaz de controlar a sus hijos, quizá alguien debería encargarse de ello en su lugar —le dijo de un modo que el miedo le habría aconsejado evitar si se dirigiese a una persona de cuello tan musculoso como el de papá. En una mano sostenía uno de los calcetines de Mal.

Nuestras miradas siguieron el rastro de su ropa a través del frío suelo de mármol de la terminal. Un calcetín, unos pantalones que sin duda pronto heredaría yo, dos zapatos y una camiseta formaban un camino de trapos que conducían hasta la cinta transportadora desde la que los equipajes pasaban al interior del avión. Nuestros ojos alcanzaron a ver justo el momento en que Mal desaparecía entre los espesos faldones de vinilo que constituían la escotilla, lanzando sus calzoncillos a la cabeza del único guardia de seguridad que había conseguido acercársele lo suficiente con el estudiado garbo con el que James Bond lanza su sombrero hongo en el perchero de la oficina de la señorita Moneypenny.

Si Mal estaba destinado a convertirse en la primera persona en ser facturada como equipaje aéreo, no sería ese día.

Perdimos el avión. Yo me había pasado toda la mañana ansioso por ver cómo era de grande.

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