Cama

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Estábamos causando un gran revuelo en el tejado de casa. Papá iba vestido con el mono de color naranja que conservaba de su época de constructor de ascensores y completaba su atuendo con un casco amarillo de plástico duro. Las tejas de pizarra rojiza vacilaban y se partían bajo sus botas con puntera de hierro. Yo luchaba por mantener el equilibrio; agitaba los brazos en movimientos circulares, caminaba sobre un trapecio continuo y, de vez en cuando, la inmovilidad me daba un respiro.

Era un día ventoso.

—Mira —dijo papá.

Se agachó y levantó una de las tejas más grandes, que reposaba entre las dos vertientes del tejado como una servilleta sobre el brazo de un camarero, y la colocó a un lado. Me encontré mirando a través de un agujero del tamaño de un plato que conducía directamente a la buhardilla. Visto desde arriba parecía una fabulosa gruta. Atisbé varillas brillantes y ruedas dentadas de metal, ganchos y ensambladuras. Para mí todo aquello eran fragmentos sin ninguna relación, un puzle antes de comenzar a montarlo. Papá sonrió, era un buscador de tesoros que se felicita por lo acertado de sus instintos.

—¿Quién ha hecho este agujero? —le pregunté. —Yo.

—¿Por qué?

—Porque no se puede mover nada sin un agujero. Espera un momento aquí, vengo enseguida.

Se escabulló por la escalerilla y yo me quedé agachado; el aire helado de la mañana me amorataba la piel y me obligaba a arrepentirme de no haber elegido algo que me abrigase mejor que las zapatillas de deporte que llevaba puestas. Contemplé los alrededores de la casa. La tienda, el jardín de la señora Gee, el montículo de bolsas llenas de cartas para Mal.

Oí a papá subiendo la escalerilla del piso de abajo. La trampilla se abrió y apareció de nuevo. Vi su coronilla moviéndose a mis pies, su calva me hizo pensar en un huevo rosa colocado en un nido de cabellos plateados.

—¿Sigues ahí arriba? —preguntó.

—Claro, aquí estoy.

—Perfecto. Toma, coge esto.

Se escuchó un trajín y un ruido metálico; de repente, del agujero comenzó a emerger un tubo de acero cromado que estuvo a punto de hacer que me precipitase al vacío. Tenía el diámetro de una cacerola y siguió desplegándose, un tramo más a cada movimiento, hasta que —con un sonido característico— una segunda barra salió de la primera, y de esta salió una más, en estructura telescópica, como si tratase de ponerle una inyección al cielo glacial que tenía a mis espaldas. Papá fue disminuyendo la velocidad a la que estaba haciendo girar la rueda desde el interior de la buhardilla y yo me aferré a la torreta que acababa de aparecer en el tejado de mi casa como un pararrayos. Se bamboleó un poco bajo los embates del viento. Papá volvió a salir cargado con unas enormes bolsas llenas de barras, cadenas y ruedas. Aunque eran muy pesadas, él se las arreglaba para manejarlas por el tejado con premura poco ortodoxa. —Llevo planeando esto desde hace mucho, mucho tiempo.

—¿Qué?

—Esto. Desde que construí aquella caña de pescar; y después, cuando nos trajeron la caravana, pensé: «Puedo hacer algo así». No es diferente de un ascensor, ¿sabes? Peso, espacio, distancia. Se trata de proporciones. En teoría, si uno hace bien sus cálculos, puede construir algo capaz de mover cualquier cosa sin apenas esfuerzo. Lo importante es saber cómo incrementar la potencia de ese esfuerzo.

Mientras que yo me agarraba con las piernas cansadas a ambos lados del tejado, él se movía por aquella superficie de puntillas, ahora descansando sobre un pie, ahora sobre el otro, introduciendo cadenas en diferentes orificios, anudando cuerdas, paseándose alrededor de las ruedas y los ganchos.

—Se trata de no hacer nada y, al mismo tiempo, realizar algo increíble —dijo.

Asentí.

—Mira —señaló con una mano—, mira ahí abajo.

Me incliné cuanto pude. Había apilado una pirámide de sacos de correo sin abrir junto a la ventana que había entre Mal y la tienda de Lou. Se cimbreaba cuando la brisa invernal se ensañaba con ella. Los sacos estaban atados entre ellos firmemente y flanqueados por cuatro sogas macizas unidas por arriba mediante un gancho. Parecía un regalo de Navidad adornado con un curioso lazo.

—Una bonita forma de llevar a cabo nuestra prueba —dijo.

Papeleras llenas de ecuaciones desechadas, tentativas frustradas, prototipos fallidos y modelos a escala.

Me mantuve de pie, sin demasiada estabilidad, para ayudarle; cada nueva racha de viento amenazaba con derribarme; además, comenzó a caer una lluvia muy fina. Papá se encaramó a aquel gigantesco mástil metálico mientras yo lo sujetaba por las costuras de los pantalones con firmeza para que pudiese ensamblar las piezas del equipo e insertarlas en unas ranuras que había practicado en el extremo más alto del tubo. Al colocarlas en la posición conveniente, el conjunto adquirió un aspecto de horca futurista. Era una grúa rudimentaria. Las nubes matinales parecieron agruparse a lo lejos y a mí se me ocurrió que si nos cayese un rayo le pareceríamos bastante blandos al tacto.

A continuación, papá pasó una cuerda y una cadena por un lazo situado en la punta del tubo y dejó que oscilase sobre los sacos del jardín. Tenía una forma de moverse despreocupada, la clase de actitud que uno debería adoptar si se balanceara en equilibrio sobre un pozo que se abriese hasta las entrañas de la tierra. Entonces descendió de nuevo al tejado con la misma facilidad con la que se había subido a aquella pértiga. Yo tenía las piernas arqueadas, el esfuerzo que requería mantener el equilibrio me estaba drenando como un árbol al que le absorben la savia.

—Aguanta esto —me dijo, y me tendió un pesado gancho de metal atado a una soga de un material verde claro tan sólido que parecía irrompible—. Engánchalo a la horquilla que hay en la punta de la pila de sacos. Voy a colocar esta ruedecita para devanar la soga a través de la polea; si no me equivoco, la distancia entre el centro, es decir, nosotros mismos, y las bolsas nos permitirá izar el peso entero con solo girarla. Como si estuviésemos sacando un pez del agua.

Sentí que lo quería aún más al presenciar su temple y su entusiasmo.

La lluvia le estaba dando una capa de brillante cera a mi ropa y a mi piel; lo oí decirme: «Esto es mejor que quedarse en la cama, ¿no?». Y, de súbito, mi concentración se esfumó. Un error. Le arrebaté el gancho de las manos y me encorvé, se me doblaron las rodillas y me preparé para precipitarme por el tejado dando saltitos como un pato. Una teja se resquebrajó bajo mi pie izquierdo por culpa de mi peso y la humedad; el sonido de la zapatilla al resbalar se quedó sostenido en el aire como un disco rayado violentamente. Mi padre gritó mi nombre con su voz de barítono. Golpeé de espaldas contra el tejado con una fuerza tremenda que hizo que se me moviesen todos los huesos dentro del pellejo, como bajo el efecto de una bofetada supersónica. Mis costillas entrechocaron como palillos chinos y se me hincharon los pulmones igual que los airbags de un coche al estrellarse contra un árbol. Abrí los ojos y el cielo pasó a un lado, sobrevolándome. Mientras me deslizaba por el tejado intenté agarrarme a las tejas mojadas, pero no tuve suerte: esa era la postura en la que debía caer. Me precipité al vacío con el peso de una lápida. Mientras estaba en el aire noté la sangre chorreándome por la espalda, donde la piel se me había levantado como una mondadura de naranja; los agujeros rosáceos que se habían abierto se llenaron enseguida con más sangre. La mano también me goteaba. Me di cuenta de que había perdido de vista el montón de sacos que me habría acogido en su mullida masa oscura y apreté los ojos sin saber a qué distancia estaba del suelo justo en el momento en que aterrizaba sobre el cemento del caminito del jardín, frente a las ventanas.

Caí con las piernas rígidas y las manos sobre el pecho. Como en un ataúd. El impacto de mi propio peso sobre los talones hizo que se me incrustasen en las espinillas, que instantáneamente se rompieron en mil esquirlas que (increíblemente coordinadas) afloraron al exterior atravesando con rojas explosiones mi piel con sus afilados alerones blancos; las rótulas se hundieron en el interior de mis piernas, me plegué por completo: la tibia derecha colisionó con el peroné y lo dejó hecho añicos, la tibia izquierda atravesó la tela de mis téjanos. Mi cerebro abrió una escotilla de emergencia para liberar endorfinas. Todo aquello no tenía nada que ver conmigo; de hecho, no estaba sucediendo. Me quedé tendido, convertido en un charco, tronchado, roto. Eché hacia atrás la cabeza y se me quedaron los ojos en blanco. Mal estaba al otro lado del cristal; lo había visto todo, pero sus gritos no podían despertarme.

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