Cama

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Teniendo en cuenta que las posibilidades de que le atropelle un autobús, se precipite por un barranco o le asalten en un tren a última hora de la noche están fuera de toda consideración dada su incapacidad para salir de casa, lo cierto es que existe una cantidad sorprendente de maneras en que puede morir un hombre de seiscientos kilos. Escucho a los médicos enumerarlas una vez más.

Una obesidad como la de Mal —el doctor hace una mueca— es el resultado de la suma de los factores genéticos, metabólicos y ambientales. En el gráfico, Mal representa la X que marca el punto en el que estas tres circunstancias tendrían que unirse para que la adiposidad aumentase a un ritmo acelerado. La obesidad mórbida tiene que ver con algo más que con la falta de voluntad o con un estilo de vida sedentario.

Obesidad mórbida. Mórbida. No conozco ninguna otra condición humana que venga etiquetada con un prejuicio. Esto se debe a que, técnicamente, la obesidad es algo autoimpuesto. La propia denominación implica que hay un tipo de obesidad alternativa, o una obesidad pintoresca. El tipo de obesidad que los solteros de mediana edad y buen sentido del humor experimentan durante un breve período de tiempo antes de volverse tan orondos y, por ende, tan poco dignos de ser amados como para entrar en la clasificación de mórbidos. Es difícil decidir si Mal es del tipo mórbido o no. «Obesidad egoísta» sería un epíteto más adecuado.

El médico llega siempre armado de flamantes geles, emplastos, pastillas, suplementos y cremas. Nos recita una retahíla de asesinos invisibles mientras los marca en su lista.

Cardiopatía coronaria.

Hipertensión.

Diabetes mellitus de tipo 2.

Hiperlipidemia.

Enfermedad degenerativa de las articulaciones.

Apnea obstructiva del sueño...

Comprobado, comprobado, comprobado, comprobado, comprobado, comprobado.

El plato especial en el menú del día es enfermedad de reflujo gastroesofágico. Lo que para la mayoría representa un simple ardor de estómago, se ha convertido para Mal en un furioso y mortificante dragón que expele llamas por su boca. Como es fácil de constatar, su estómago parece estar atravesado por una columna de humo de aceite quemado que no supone más que el aplazamiento temporal de un grotesco y caliente eructo. Cuando se retuerce, su panza se ondula como si un alud de rocas imaginarias se hubiese despeñado sobre él. Tras él puedo ver el cristal con la mancha del cuervo. Su cadáver se pierde entre la maleza del patio. Veo un gato que tironea de sus entrañas con la ferocidad nerviosa de un músico tocando el banjo. Más allá diviso la chapa de la caravana, que refleja la luz del sol contra la enorme desnudez de Mal.

Y, todavía un poco más lejos, veo a Lou.

Lou.

Ha vuelto.

Pestañeo cuatro o cinco veces; me refiero a pestañeos enérgicos. Muevo la cabeza de un lado a otro, y cuando la dirijo de nuevo adonde ella estaba, ya se ha ido. Es un fantasma, un recuerdo y una broma cruel que mi imaginación le gasta a mis ojos. La fotografía de nosotros dos, ella y yo, es con la que cargo; la que hace que me doble bajo su peso. Hace muchísimo tiempo que estoy enamorado de ella.

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