Cama

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Papá dedicaba más tiempo al trabajo que a la vida. Viajaba por el país visitando ascensores, la mayoría enormes, no pensados para que los utilizasen personas, o quizá solo pensados para un número exagerado de personas a la vez. Pasaba noches en extraños hoteles, en cualquier lugar lejano pero protegido por las mismas cortinas, la misma oscuridad manufacturada de las mañanas. Llamaba a mamá por teléfono. Ella se angustiaba cuando él estaba fuera, era más feliz teniéndonos a todos a su alrededor. Solía decir: «Espero que no esté triste», y a mí, imaginarme a papá triste me entristecía. Con su porte grande y envejecido, como un elefante en la llanura después de que hayan cazado a su pareja para arrancarle los colmillos.

Papá estaba en casa el día de su vigesimoquinto aniversario de boda. Se había puesto un traje gris claro lleno de rozaduras brillantes y una corbata de color metálico. La camisa abotonada hasta arriba de manera que el contorno de su cuello rebosaba. Tenía las puntas de los dedos enrojecidas porque había estado luchando por colocarse los gemelos en las muñecas durante un rato antes de rendirse y recurrir a la ayuda de mamá. Los pantalones le quedaban demasiado ceñidos y se había peinado el pelo hacia atrás con agua, así que, al secarse, se le había transformado en un tupé áspero compensado a ambos lados por las primeras huellas de alopecia masculina. Tenía una pinta excelente, nunca antes lo había visto trajeado.

—Ve a decirle a tu madre que salgo a arrancar el coche —me dijo.

Mamá se había maquillado a conciencia, con pulcritud. Sus mejillas, cubiertas con colorete, eran del mismo tono rosáceo que las postales de felicitación de cumpleaños que suelen enviarnos los jubilados. Llevaba carmín y me sentí como si fuera la primera vez que reparaba en que tenía labios. Las hombreras eran sándwiches que desparramaban generosamente su relleno de lechuga por los lados. La blusa y la chaqueta eran del mismo color gris del traje de papá. Puestos uno junto al otro, parecían una postal desvaída de un condado aburrido y rancio. Mamá sumergió una mano en su bolso, buscando y rebuscando su monedero.

—¿Dónde vas, mamá? —le preguntó Mal.

—Vamos a un restaurante. Le dije a tu hermano que te lo contase.

Pero no me lo había dicho, porque había estado demasiado ocupada pensando en el resto de la familia.

—Os he dejado hecha la cena, solo tenéis que calentarla, y también hay un milhojas de postre en el frigorífico, pero de todos modos no volveremos tarde. Por favor, intentad no armar jaleo y no rompáis nada. Hoy he ordenado toda la casa —la ordenaba cada uno de los días de la semana.

El bip bip bip del coche en el garaje, el estallido del motor y el mareante olor a gasolina al darle al contacto indicaban que tenía que irse. Se detuvo un segundo a despedirse de nosotros con un beso. Yo me alcé sobre la punta de los pies, el cuello estirado como un pollito recibiendo del pico de la madre cazadora su desayuno de gusanos fangosos retorciéndose, todavía calientes. Mal se acurrucó en su silla y se sumió en un silencio tenso. Cuando ella no pudo doblarse más le plantó un beso en la coronilla, justo en el centro de su brillante, oscura y enfurruñada mata de pelo. Toda la conmoción y el estruendo imaginables siguieron a mamá hasta la salida, y en cuanto se cerró la puerta fue como si nos bajasen el volumen. Mal se quedó callado.

—¿Qué hacemos? —le pregunté. Le pasé una mano por delante de los ojos como si comprobase que estaba bajo los efectos de la hipnosis. El esperó un momento y luego se dirigió hacia la escalerilla por la que se accedía al ático de papá y, con cuidado, comenzó a escalarla. Íbamos a meternos en un lío. Lo seguí. Colocó las palmas de las manos sobre la trampilla y empezó a abrirla, empujando hacia arriba hasta que cayó hacia el otro lado y chocó con algo. El hueco en el techo, como un telescopio solitario abandonado en medio de una colina, nos rogaba que mirásemos a través de él. Así lo hicimos. Seguí a Mal en su ascensión con la mirada a la altura de sus calcetines remendados, sin saber qué nos encontraríamos. Y de repente, con la misma resolución que había empleado en seguirle, me detuve. Aquello representaba todo lo prohibido. No podía hacer enfadar a papá.

—Vamos. Vamos, arriba.

Sacudí la cabeza y salté al suelo de nuevo.

—¡Ven!

—No, Mal; vamos a estarnos quietos —lo aleccioné, mientras me daba la vuelta para volver al salón. Él me agarró de un brazo, los dedos rígidos y con la fuerza de un hombre decidido a reventar una pelota de baloncesto con sus manos. Me derribó de un violento empujón, se dio la vuelta y salió de la habitación.

Deseé que cayese fulminado. Cogí mi bicicleta, la empujé hacia la salida hasta la calle sin pararme a ponerme los zapatos, y salí disparado.

Cuando el coche de papá dobló la esquina de nuestra calle habían transcurrido tres horas y diez minutos. Yo me había pasado la tarde patrullando la avenida, subiendo y bajándola lentamente de un extremo al otro, observando cómo todas las casas parecían iguales, contemplando los pájaros lanzarse en picado directamente hacia las grandes puertas de cristal y, en el último momento, maniobrando de súbito por los aires para evitarlas.

La luz de las farolas en la noche formaba un velo a mi alrededor que reverberaba sobre el asfalto. El chasquido de los cinturones de seguridad precedió al descorrerse de los cerrojos y el crujido de las puertas al abrirse.

—¿Dónde está Mal? —preguntó mamá. Papá puso los ojos en blanco. No «¿Qué haces descalzo?» o «¿Por qué estás en la calle?».

—No lo sé.

Con un giro de noventa grados, se encaminó hacia casa. Hice el amago de seguirla, pero papá me puso una mano en el pecho y me detuvo en el porche. El tacto de su traje era agradable a la piel; normalmente, su ropa era áspera y con un pesado aroma almizclado.

—No entres —me dijo.

—Vale.

Nos metimos en el coche, que aún despedía un olor dulce a perfume y vino, como si el vehículo tratase de conservar en sus pulmones aquel olor durante el máximo tiempo posible por temor a que fuera su última oportunidad de experimentarlo. A través del vidrio de la puerta pude ver la silueta de Mal bajo el edredón, su pierna desnuda pateando a su alrededor y el sube y baja de su respiración en aquel estado.

—Sabes que te quiero, ¿verdad? —dijo papá. Y yo contesté que sí, que lo sabía—. Y también a Mal. —Yo respondí de nuevo que lo sabía—. Y a tu madre, también quiero mucho a tu madre.

Me quedé allí sentado prestándole atención. Hablaba en tan raras ocasiones que, aunque fuese una conversación breve, uno se sentía como debían hacerlo los buscadores de tesoros cuando sus detectores de metal zumbaban.

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