Cama

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Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared. Ya no lo miro prácticamente nunca.

Mamá trae el desayuno una vez que los médicos se han marchado. Siento las piernas rígidas y doloridas después de tanto tiempo durmiendo. La comida es el reloj de Mal. Mamá entra y sale de la cocina. Los grifos que se abren, el ruido que hace al rascar la sartén con un estropajo, el tintineo metronómico del mechero de cocina junto a la espita del gas tratando de convertir la cerúlea tormenta de gas en un matrimonio feliz entre temperatura y luz. Todos estos sonidos tienen un matiz pavloviano.

Mal gasta tan poca energía que sus hábitos de descanso se han resentido. Atraviesa la noche a la deriva, iluminado por el resplandor de la televisión, que escupe películas antiguas hasta las cuatro o las cinco de la madrugada. Se despertará de nuevo hacia las ocho, momento en el que le aguarda un magnífico desayuno recién cocinado y que reúne todos los colores de la paleta de un artista que toma asiento ante su lienzo para pintar el otoño. Una cabezadita inmediatamente después y lo tendremos de nuevo despierto para atacar el almuerzo (y, en ocasiones, terminarse también el mío). Esto lo pone en la disposición adecuada para un pertinaz encadenamiento de chocolatinas, helados y pasteles. No es tanto un tercer plato como un plato-obstáculo.

A la hora de la comida llegan las porciones verdaderamente pantagruélicas, que habrían impresionado incluso al más experimentado historiador de los banquetes reales de la Edad Media. Cualquier amalgama de sabores que pudiera darse queda destruida enseguida por una tarrina entera de helado (lo que por la noche llamamos pudin, a pesar de que se trate de la misma sustancia que se traga a toda velocidad por la mañana; más tarde, reaparecerá bajo el calificativo de «helado», simplemente).

A continuación le sigue algo para picar, patatas fritas, uno o dos pasteles de carne de cerdo, un poco más de chocolate; y así hasta la hora de la cena, en la que Mal da un repaso a las sobras del almuerzo. Antes de irse a dormir, mamá desparrama sobre la mesita que está junto a la cama la suficiente comida para que pueda resistir durante la noche.

Una vez, un doctor que vino a visitarlo me dijo que la posición horizontal de Mal no solo significaba que tendería a crecer a los lados más rápidamente de lo normal, sino que también crecería a lo largo. Todos crecemos por la noche —fracción a fracción— algunos milímetros, pero al levantarnos por la mañana nuestro propio peso nos compacta de nuevo hasta nuestra estatura habitual. Esa es la razón, me explicó, por la que los astronautas vuelven del espacio con algún centímetro más de altura que cuando salieron (lo que debe dar como resultado curiosas escenas cuando llega el momento de saludar con un beso a sus esposas, bromeó).

Observo a Mal mientras deglute su desayuno. Para acompañarlo chapotea sin darse un respiro en la enorme tarta de chocolate que le ha hecho mamá; utiliza su mano como una cuchara e introduce paladas de la espesa mezcla de bizcocho moreno y migoso en su boca con la desacompasada precisión de una excavadora industrial. Abre tanto la boca que puedo ver el punto exacto del tejido muscular donde nace su lengua. Solo le hacen falta un par de grados para que su cabeza sea abatible, algo que no debe atribuirse a un descuido en la evolución humana. La supervivencia del menos apto. El caramelo adhesivo que mantiene unidos los dos pisos de la tarta gotea entre sus dedos, chorrea en forma de hilos desde sus labios y se apelmaza en los rodales de pelo áspero de su barbilla, pero a él le es indiferente y sigue embutiéndose palada tras palada antes, incluso, de haberse tragado el bocado anterior. Su brazo repite una y otra vez el mismo movimiento como un mecanismo de relojería.

Como cada mañana, me sorprende descubrir hasta qué punto la piel de Mal se ha deteriorado. Lo que un día fue exuberante vivacidad, es hoy un hostil desastre rojizo. La falta de aire fresco ha transformado su cara en una mezquina bolsa repleta de suciedad, sudor y grasa. Los previsibles cúmulos de acné pospúber brillan a los lados de su nariz, se extienden como arrecifes de coral hacia su barbilla y bajan por el cuello, emitiendo fosforescencias a la luz del sol mientras se marinan en sus propios jugos. Que tenga acné a los cuarenta y cinco años me hace sentir menos culpable de vivir con mis padres y con mi hermano a los cuarenta y tres. Ligeramente menos culpable. Mis piernas fracturadas duelen, pero se curarán.

Es su amor el que lo está matando. El de mamá.

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