Cama

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Una cama, aunque no la mía.

Los últimos días los había pasado fluctuando entre la consciencia y la inconsciencia, guiado por una mano química. Cuando por fin llegó el dolor, me indicó por señas que lo siguiese hacia la luz; así lo hice, y me sentí estafado al ver que me devolvía al lugar del que me había largado. Poco a poco, los objetos iban perdiendo su fulgor blanquecino, y, si escuchaba con suficiente atención, me llegaban los pitidos de los aparatos médicos que me mantenían con vida silbándole al arco iris de tubitos y cables que salían y entraban en mi cuerpo. Por un momento llegué a creer que yo era Mal.

Y, de repente, un día me sentí con fuerzas para mantenerme despierto en el hospital. Mamá estaba a mi lado.

—Descansa —me dijo, y al escuchar su voz supe que había estado junto a mi cama durante todo aquel tiempo, contándome cuentos, contándome que me pondría bien.

Mis piernas eran una carnicería; las observé encerradas en cuarentena dentro de unas cajas de metal que me retorcían la piel. En las caderas podía ver ángulos rectos; mis pies eran paquetes de galletas machacadas, colgaban suspendidos por unas gomas y no me parecía que perteneciesen al resto de mi cuerpo, sino más bien como si manejase un gigantesco robot con una fuerza superior a la de diez hombres, como si pudiese ponerme de pie de un salto, demoler de una patada las paredes del hospital y lanzarme a la calle para destruir todo lo que encontrase a mi paso.

—Me duele.

—Lo sé, descansa.

Fui recuperando la lucidez con el paso de los días, las semanas y los meses. Cada vez que hacían girar las tuercas de mis piernas todo volvía a mi cabeza; no recordaba nada del día en que me caí del tejado más que por el dolor de mis heridas (ellas no fueron capaces de olvidar dónde había estado ni qué me había sucedido). Mamá me daba cucharadas de gelatina y helado. Las enfermeras se comportaban de una manera excesivamente amable cuando era educada con ellas.

—¿Quién se encarga de Mal? —le pregunté.

—Tu padre.

Me frotó un brazo mientras me llenaba un vaso, me apartó el pelo de los ojos e hizo un mohín cuando los médicos me sacaron las agujas de titanio que ensartaban mis piernas como los puntales de un famoso puente.

—Relájate —susurró.

Por su cara pude adivinar que papá había vuelto a su buhardilla igual que una tortuga se esconde en su caparazón; una teja mojada y mi calzado inapropiado habían mandado al garete su resurrección. Mi falta de equilibrio había saboteado sus esfuerzos.

—Además, estoy aquí contigo.

Y cuando iba a responder me quedé dormido, mudo.

Me apretaban aquellas tuercas una vez a la semana. Podía oír el rechinar de mis huesos: parecía que iban a quebrarse de un momento a otro en señal de protesta. Me enseñaron a andar de nuevo. Me masajeaban los músculos y estimulaban mis terminaciones nerviosas, recomponían mis huesos y me los volvían a romper. Un día, mientras me ayudaban a ponerme en pie, me mordí la punta de la lengua y me la corté. Tuvieron que ponerme ocho puntos y me pasé el resto del mes hablando como si tuviese la boca llena de serrín.

Tuve mucho tiempo para pensar, con las piernas inmovilizadas de aquella manera. Veía la televisión y sufría sesiones de cirugía reconstructiva; me dedicaba a montar puzles mientras me bañaban, o leía libros que interrumpían los pellizcos de los médicos. No tenía cables: tenía tentáculos.

Hasta el día en que papá, totalmente apático, me hizo entrar en casa de nuevo empujando mi silla de ruedas no me resigné a aprender la lección. Al fin y al cabo, era el tercer intento... mi destino era quedarme con Mal en aquel dormitorio. Me pusieron en la cama.

Día Seis Mil Ochocientos Ochenta y Ocho, según el contador instalado en la pared.

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