Cama

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Tic-tac, tic-tac.

Mamá termina de bañar a Mal justo cuando llegan los psiquiatras. Les abro la puerta. Ella les dice que tienen tiempo hasta que llegue el personal de la televisión. Son dos, un hombre y una mujer, y ambos aceptan un pedazo de tarta por cortesía. Para que no se note que no se la come, la mujer envuelve su porción en una servilleta de papel con la excusa de que se lo guarda para más tarde, y lo mete en un bolsillo de su chaqueta. Mamá, con la misma insidiosa cortesía, finge no haberse dado cuenta y le ofrece otro trozo distraídamente.

Oigo andar a papá por el ático, cuyo suelo gime y cruje cuando no se está quieto. No ha bajado ni una sola vez en todo el día. Me pregunto qué estará construyendo. Me siento al lado de Mal y contemplo un gusano de saliva intentando encontrar la salida por entre sus labios mojados y prietos.

La puerta se abre y entran los psiquiatras. Me encanta esta parte: la expresión de sus rostros cuando lo ven por primera vez. Mal está desnudo. Primero ven sus pies, apenas visibles bajo la capa de grasa de sus piernas, como una serpiente que se acabase de comer una oveja de un bocado. Los bultos y las deformidades causadas por la mala circulación trazan una ruta que conduce hacia sus rodillas gigantescas, esferas de manteca deshinchadas del tamaño de satélites, los meniscos sepultados hace mucho.

Es de muslos para arriba donde realmente comienza a expandirse, pero todo se reduce a una masa cambiante de michelines. Aquí y allá, las venas violáceas que recorren su superficie aparecen marcadas como si estuvieran a punto de explotar. Las estrías, de una consistencia similar a la de un neumático, lo rodean como una faja hasta las enormes y caídas tetas. Sus párpados medio cerrados, el vello del pecho con algunas migas enredadas.

La cama y la depresión están irremediablemente relacionadas, explican los expertos sentados en las sillas de plástico que mamá ha puesto junto a Mal. Su cabeza gira un poco sobre su cuello para mirarlos, como si el peso le hiciese de tope, y pienso en lo raro que es que sus rasgos no hayan crecido en consonancia con la expansión de la cara en la que están fijados. La mujer dice:

—Es un círculo vicioso, en realidad; la necesidad de quedarse en la cama, el sentimiento de culpa por hacerlo, el desorden del reloj biológico, la falta de movimiento: todo eso hace que uno se sienta deprimido y desestabiliza las hormonas.

Intenta mirar a Mal únicamente a los ojos, pero no puede evitar inspeccionarlo de arriba abajo. Tiene una voz dulce, parece estar describiendo cómo es el plumaje de un patito, más que el frágil estado mental de un hombre que lleva veinte años sin poner un pie fuera de la cama.

—Entonces, cuando uno ya ha caído en la depresión —continúa, acomodándose al metronómico asentir de la cabeza de su compañero, que apenas se atreve a levantar la vista del suelo—, el instinto natural nos recomienda que nos escondamos, que busquemos el bienestar en la soledad. Que nos quedemos en la cama. Es un círculo vicioso, pero eso ya lo he dicho.

Cuando se inclina para tenderle a Mal un folleto, su temblorosa muñeca choca sin querer con un bulto de grasa que cuelga precariamente por un lado de la cama y se le cae. Aterriza en medio del pecho de mi hermano y se queda ahí, abierto justo en la fotografía de un hombre obeso. Se produce esa sensación de estar rodeado de espejos que duplican tu imagen hasta el infinito. Mal alza los brazos para cogerlo, pero le es imposible: no tiene fuerzas. De repente se me ocurre que ni siquiera sería capaz de juntar las manos para rezar, si es que tuviese la intención de hacerlo. Acabo por levantarme —aunque las piernas rotas me duelen— y recojo el panfleto.

—Perdón —dice nuestra invitada.

—No se preocupe —contesta Mal. Su respiración es un resuello trabajoso.

Me guardo el papel en el bolsillo posterior de mis téjanos.

—Nos gustaría hacerle unas preguntas —interviene el hombre. Sostiene sobre su regazo un portapapeles con un cuestionario escrito por otra persona. El podría muy bien ser un ordenador. O un bolígrafo—. Nos ayudarán a averiguar en qué punto se encuentra usted mentalmente.

Cada día miro a Mal a los ojos. No hay nada extraño en él, no está loco. No estaba loco de niño, y tampoco lo está ahora bajo esa forma de gigante globo aerostático de carne desinflado. No es eso lo que necesitamos averiguar. No se pueden obtener las respuestas adecuadas si no se hacen las preguntas pertinentes. Y solo hay una: ¿por qué?

Me incorporo de nuevo —los clavos de mis piernas rechinan— y camino; paso por delante de los asquerosos pies de Mal. Sorteo cables y carritos, cremas y pomadas, y abro la puerta.

—¿Puedes decirle a mamá que entre? —me dice él en un murmullo jadeante de tubo de escape. Le gusta tener público. Siempre le ha gustado tener público.

—Está bien.

Mamá está en la caravana, como siempre; de cara a la pared en la que está instalado el horno, como siempre. Lo habitual es que haga calor aquí, el vidrio de las fotografías que ha colgado para que el ambiente sea algo menos inhóspito está permanentemente cubierto de condensación. Una imagen de Mal cuelga en la pared de la nevera, delgada como un barquillo. En esa foto tiene cinco años y está desnudo. Aparece bailando en una fiesta de cumpleaños, las rodillas dobladas y los codos sacados hacia afuera. Un grupo de adultos forma un círculo a su alrededor y bate palmas mientras actúa.

—Mal quiere que estés en el cuarto.

Me restriego la frente bruscamente con los dedos.

—¿Se han terminado el pastel?

—¿Quién?

—¿Cómo que quién? Los médicos.

—No son médicos de verdad, mamá.

—Por supuesto que son médicos.

Me mira con los brazos en jarras, como uno imagina que debe de hacer el ama de llaves en los dibujos de Tom y Jerry, aunque solo le veamos los tobillos.

—No lo son —trato de convencerla—. Están ahí leyendo preguntas de un papel. No pueden ayudarnos.

—No seas tontaina. ¿Crees que debería llevarles más pastel? —dice. De hecho, ya tiene una bandeja entera preparada; suele disponer las porciones en semicírculo alrededor de una tetera recién sacada del fuego. Queda muy bonito, parece un anuncio de té y pasteles.

—Sí. Sí, como quieras.

Hace acopio de servilletas. En lo que al Cuerpo de Migas se refiere, ella siempre está de servicio. Dios mío, qué mayor la veo.

—Mamá.

—¿Sí?

—Tengo que decirte algo.

—Muy bien. Espera que les lleve esta bandeja, ya sabes cómo se pone si no estoy allí. ¿Qué tal tienes hoy las piernas?

—Bien, supongo.

—Dentro de poco estarás sano como una manzana, cariño, dando saltos por ahí. Y te volverán a dar trabajo en la tienda, quizá a jornada partida; me apuesto lo que quieras.

Sale de la caravana empujando suavemente la puerta con el trasero. En cuanto desaparece, la puerta se cierra de golpe gracias a un resorte. No recuerdo haber estado nunca aquí dentro a solas. Los muebles de resistente madera me hacen pensar en América. Todo parece más sustancial en América: sus elementos de mobiliario resultan modelos de solidez, fiabilidad... objetos de los que debes estar seguro que podrán sostenerte. Y eso me trae a la memoria a Norma Bee, la antigua dueña de este trasto.

Echo un vistazo a través de la ventana al punto donde me pareció ver antes a Lou. No está ahí. Dejo caer la cortina y examino el interior de la caravana. No veo nada que pertenezca a papá. Parece que en la cama solo haya dormido una persona. Este no es un lugar que haya recibido la visita de la pesada mano, los pies torpes y la ropa mal doblada de un hombre recientemente. La apariencia general es estéril y sosa; aplanada, usada. Papá pasa cada vez más tiempo en el ático. Decido subir a verlo y me encamino hacia la casa. Desde el pie de la escalera lo oigo al otro lado de la trampilla. El sereno tac tac tac de un martillo golpeando el borde de una bisagra o sobre un escoplo. Tintineo de tuercas y tornillos.

Doblo mi dolorida rodilla izquierda y la levanto hasta el primer escalón flojo de la escalerilla de metal. Tiene un tacto endeble y dentado, como un hombre de hojalata; podría resquebrajarse y desplomarse sobre el suelo. Mi padre abriría la trampilla y me encontraría tirado unos metros más abajo, una pila de hierro y miembros sangrantes seccionados: un robot destrozado en medio de una catástrofe. Pero la escalera no se cae, se mantiene rígida. El deambula por el piso de arriba sin saber que estoy aquí; la madera se comba y vuelve a su posición inicial a medida que posa o levanta los pies. Una llovizna de serrín aterriza sobre mi pelo y se filtra hasta quedar depositada en mi delicado cuero cabelludo. Espero el momento adecuado con las palmas de las manos apoyadas en la portezuela. Espero y espero y espero hasta que escucho a papá sentarse en su vieja silla chirriante que, creo recordar, estaba forrada de cuero cuarteado, aunque no podría asegurarlo. Entonces, reuniendo todas mis fuerzas y con calma, empujo la trampilla ayudándome con los codos, apuntalado con las piernas en los maltrechos peldaños. Pero no consigo moverla. Un gran peso descansa sobre ella. No me está permitido entrar.

Me quedo en lo alto de la escalera tratando de recobrar el aliento durante unos minutos, sin tener claro qué hacer, adonde ir; me siento como si volviese a ser un niño, e intento recordar que soy un adulto. Al rato, oigo abrirse la puerta del dormitorio —la prueba de Mal debe de haber terminado— y desciendo lentamente con mis rodillas estropeadas. No parece que haya sucedido nada malo: los dos psiquiatras asoman la cabeza por el salón para decirme adiós. El hombre tiene una pequeña mancha de chocolate en los labios, justo debajo de la nariz. Mamá y su colega han sido demasiado educadas como para decírselo.

Después de que se hayan ido, levanto la mirada de nuevo hacia la trampilla del ático.

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