Cama

Cama


CAMA » 33

Página 37 de 89

3

3

Después de acabar el instituto sin las calificaciones ni las inclinaciones necesarias para continuar mi educación, me aferré a los desechos que flotaban en la corriente de los trabajos sin futuro. Me entregué a dos años de tedio aniquilador del espíritu antes de abandonar la casa de mis padres. El resto de gente que conocía parecía estar haciendo lo mismo. Eso es lo que hace la gente, en general, y algunos lo hacen durante toda su vida.

Encontré un trabajo en una carnicería de cuyo suelo se elevaba un pegajoso olor a lejía, aunque jamás estaba limpio. Las paredes apestaban al olor ceroso de la carne, y también la radio y las tazas en las que bebíamos el té ardiendo. Todo resultaba viscoso al tacto, como si uno sostuviese un húmedo riñón crudo. Cuando llegaba a casa después de un día de trabajo mis manos habían adquirido un tono azul de tanto escarbar en las cámaras frigoríficas, y estaban cubiertas de cortes y arañazos producidos por los afilados y maliciosos bordes de los hígados congelados. Mi delantal terminaba salpicado de sangre después de ayudar a Ted (un compañero cuya conversación se reducía a estadísticas deportivas y a las distintas maneras de cortar la carne) a descargar el camión del reparto, cargando sobre los hombros con las medias canales de ternera hasta el frigorífico. «Parecemos porteadores de féretros en una granja», bromeaba yo. Él no pillaba el chiste. Ted me caía bien. Ted sabía escuchar, no como la mayoría de la gente, que simplemente está esperando su turno para hablar. Si no tenía opinión formada sobre un tema, no sentía la necesidad de lanzar conjeturas indiscriminadamente a lo largo de una conversación. Era honesto. Su cara y su pecho tenían una apariencia honesta, y estaban afianzados sobre un par de piernas tan sólidas como árboles; me recordaba a un fiel san bernardo escarbando un agujero para sacar a su amo de debajo de la nieve alpina. Desde el primer día, en cuanto lo vi cubierto de sangre después de haber estado trajinando las carcasas vacías de los corderos durante toda la mañana, y al tenderme una mano goteante, decidí que sería mi mejor amigo. Siempre estaba cubierto de sangre. Me gustaba llamarle Ted el Rojo.

A Ted el Rojo le daba igual quién fuese Mal. Nunca me lo preguntó. Incluso muchos años después del Día Uno, e incluso aún más tarde, tras mi regreso de América completamente arruinado, Ted el Rojo me acompañaba en coche a mis citas en el hospital y me dejaba en la puerta. Jamás me preguntó por Malcolm Ede, ni siquiera cuando ya todo el mundo conocía a Malcolm Ede. Por eso me caía bien Ted el Rojo. Por eso y por su nombre.

Ted el Rojo tenía veintidós años y también había acabado en la carnicería al dejar el colegio, contratado por el dueño de la tienda para que arrastrara los cubos repletos de casquería hasta el patio a condición de no resbalar nunca con algún cartílago desechado y partirse su gargantuesca espalda. Pronto se asociaron. El dueño había contraído artritis crónica en los dedos tras muchos años de exposición al frío y los cortes, con las consiguientes infecciones que la alianza de estas dos circunstancias supone. Al tener que decidir si cerraba la tienda o se la cedía a Ted optó por la segunda alternativa, consciente de que muy poca gente sería tan digna de confianza como él. Tampoco era fácil encontrar a alguien a quien le gustase rebanar carne. Ted el Rojo era capaz de deshuesar con su cuchillito curvo de filetear, sostenido apenas entre el pulgar y el índice, un pollo entero de manera precisa sin desperdiciar un solo gramo de carne, en menos de un minuto. Recuerdo que, cuando ya hacía tiempo que Mal había comenzado su ensanchamiento, a veces me preguntaba qué cantidad de carne de primera podría sacar de mi hermano, y cuánto tiempo le llevaría.

«No mucho», me respondió con seguridad cuando me atreví a preguntárselo, como si mi duda fuera tan natural como enrollar un lomo de cerdo relleno o preparar unas finas chuletitas de cordero. Podía deshuesar una vaca entera en menos de una hora.

—Ha venido alguien a verte... —anunció un día Ted el Rojo con su acostumbrada voz de barítono. Cuando gritaba, sonaba como el silbato de un tren de alta velocidad.

—¿Quién es?

Estaba ocupado retirando con el dorso de una mano la fría y mucilaginosa gelatina dorada de un rollo de pavo recién cocido. Hubiese sido una pérdida de tiempo parar, lavarme y recolocarme la redecilla del pelo para descubrir que se trataba de Chris, Sally Bay o cualquiera de los que solían presentarse por allí sin avisar con la esperanza de conseguir una ristra de salchichas gratis.

—Es Lou.

Alisé mi delantal, me unté las manos en el brillante antiséptico azul en polvo que eructaba burbujas químicas al contacto con el agua caliente de mi piel y arrojé la redecilla a un lado. Un último vistazo en el espejo. Nuevo lavado de manos. Alisar una vez más el delantal y una respiración bien profunda. Me sentía como si hiciese mucho tiempo que no la miraba con algo de sosiego, desde que Mal había dejado de ser huésped habitual en la casa de su padre.

—Hola —saludé quedamente mientras cruzaba la puerta alumbrado, para su sorpresa, por los relámpagos del neón futurista de la lámpara antimosquitos, que zumbaba igual que sus víctimas. Ella se volvió hacia mí.

—Hola. ¿Cómo te va? Me gusta tu delantal.

Me reí.

—Gracias. Me va bien. ¿Y a ti?

—Bien.

—Seguro que no vienes a buscar un solomillo.

—No.

—Tenemos unas costillas estupendas.

Una conversación adulta. Con Lou. Divertida. Ingeniosa. Ligera, no demasiado seria. Por primera vez. Ella sonreía. Mi mente se puso en marcha y en mis oídos resonaba la música de órgano que tocan en los partidos de béisbol americanos cuando alguien consigue batear y hacer una carrera completa, pero mi cara permaneció serena. Me pregunté por qué uno nunca es consciente de que está madurando: un día te despiertas y has madurado. Bueno, casi.

—¿Has visto a Mal?

—No. No desde ayer. Se comió todas mis galletas.

Ella se rió de nuevo. Dentro de mis globos oculares rodaron signos de libra esterlina, a través de mi boca se desparramaron un montón de monedas de oro de dibujos animados.

—Ah. Bueno, hemos encontrado una casa.

—Bien.

—Nos preguntábamos si podrías hacernos un favor.

—Claro, dime.

El corazón empezó a dolerme. Estuve a punto de darme la vuelta para cerciorarme de que Ted el Rojo no me hubiera atravesado con su cuchilla. Lo veía venir. Yo iba tres segundos por delante del resto del universo.

—Queríamos pedirte si podrías darle tú la noticia a tu madre.

Ir a la siguiente página

Report Page