Cama

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El camino de regreso desde la carnicería se hizo más largo a consecuencia de la calidez perezosa del atardecer anaranjado. Se prolongó hasta parecer otro, como la comitiva de una marcha fúnebre. Cuando llegué a casa estaba destrozado. No me acordé de quitarme la ropa: un peto sucio, una chaqueta blanca llena de salpicaduras, las botas manchadas por los fantasmagóricos topos de lejía que Ted el Rojo usaba para limpiar el suelo y un sombrero blanco de tela con la visera manchada de sangre animal coagulada. La viva imagen de un árbitro de tenis chiflado. Me quité las apestosas botas y las dejé con cuidado una junto a otra en el primer escalón, deslicé la llave en la cerradura con precisión quirúrgica y la hice girar. Dentro me encontré a Mal, sorprendido de verme, llenando una caja de cartón con una disparatada selección de ropa.

—Si estás aquí... ¿Por qué se lo tengo que decir yo? —le pregunté. No había espacio para holas, no había tiempo para «qué tal te va».

—Porque no está aquí, está en el despacho del alcalde; y yo ya me habré marchado cuando vuelva.

—Podrías esperarla.

—Pero no voy a hacerlo.

Sacaba del armario fardos de sus pertenencias a brazadas, como si estuviera levantando rocas con una apremiante necesidad, y, sin ningún miramiento hacia los rectos pliegues y dobleces que mamá le había hecho con cariño, los embutía en cajas dispuestas en el suelo hasta que se daban de sí por los lados. Tiré mi sombrero sanguinolento sobre la cama, pero rodó hacia la moqueta. Me senté donde había caído y contemplé a Mal mientras terminaba de hacer su equipaje.

—Bueno. Me voy. Dile que volveré mañana a buscar más cosas. —Caminó balanceándose hasta la puerta con una caja bajo el brazo. Lou lo esperaba dentro del coche aparcado en la calle—. Y dile que no pasa nada. Es normal. La gente se va de casa.

Cerró la puerta tras de sí con un pie. Estaba a punto de entrar en un mundo al que jamás había querido pertenecer. Comenzaba su andadura con un plan para hacer una muesca en una superficie que siempre me había asegurado que no se dignaría tocar.

La casa parecía estar sumida en el letargo. Escuché el monótono mecanismo del reloj de pared y el pop pop pop de las burbujas en la lata de cola que Mal había dejado abierta en su mesilla de noche. La silencié bebiéndomela de un trago.

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