Cama

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Está ahí parada a la luz del sol y no parece haber cambiado. Conserva ese destello en su mirada, el cuello blanco mate de fina porcelana rodeado por los huesos cervicales en un ángulo en caída libre parecido al de los ornamentos de las patas de una mesita de café victoriana. Lou es hermosa. Hay personas tan atractivas que cuando las miras te hacen sentir como si tu propia piel no te sentara bien, y Lou es una de ellas. De su cabeza se descuelga una cabellera rubia que se encrespa y forma espirales, como si se la lavase cada mañana en el agua del mar, la peinase con las más bellas conchas y se aclarase la espuma en un arroyo recién formado entre las rocas. Parece una sirena. Sus ojos son de color verde menta, su nariz recta y con personalidad. Tiempo atrás, antes de que se marchase, podría haber estado observándola durante todo el día y seguiría descubriendo nuevos secretos, nuevos detalles en sus rasgos.

Saludo con una mano, torpe y sin gracia, inseguro. Ella me devuelve el saludo como una suave media luna. Son las doce en punto y la vuelvo a tener frente a mí. Me miro el reloj para comprobar la hora. Todo a mi alrededor es morralla, un ciclo incesante de actos vulgares repetidos y que definen nuestras extraordinarias vidas; y, sin embargo, nadie da señales de haberla visto ahí afuera; Mal no, desde luego: sus ronquidos se han reanudado. Mal. A veces he soñado que me subo encima de él, erguido, y mis pies desaparecen en sus michelines hasta los tobillos —chup chup chup— mientras forcejeo como si fueran arenas movedizas; pierdo las botas dentro de su barriga, chapoteo en medio de su seboso cenagal, que me engulle atrayéndome hacia sus entrañas hasta la cintura, y cuando la mitad de mi cuerpo está dentro del suyo toco a Lou e intento sacarla tirando de su muñeca. Pero ella se hunde más, y yo tiro y tiro y sudo y me esfuerzo en vano. Y acaba desapareciendo, deglutida por la carne de Mal, se pierde en la enorme marisma de su cuerpo estancado. Para entonces ya es demasiado tarde para mí también y me hundo tras ella por siempre jamás.

Lou sigue ahí afuera saludándome con una mano. Esta visión revoluciona y hace subir y bajar mi temperatura de un extremo al otro. Entonces me doy cuenta de que sigo enamorado de ella. Y soy consciente de que algo llega a su fin.

Lleva puestas unas gafas de sol muy grandes que le dan un aspecto de oso panda. Me hace un gesto con una mano muerta a un lado de su cuerpo: chac-chac-chac. Nos vemos en la carnicería. Y otra señal para indicarme la hora. Esta noche a las once en punto. Después de la entrevista, claro. Luego se da la vuelta y se aleja, sorteando las cuerdas de la tienda de campaña instalada en el jardín. Cuando desaparece, me queda la sensación de un brazo fantasma amputado por segunda vez.

—¿Adonde vas? No puedes irte, ¿y la entrevista? —dice Mal en el dormitorio mientras obligo a mis piernas rígidas a doblarse dentro de su andamiaje quirúrgico para poder ponerme los zapatos. Su voz suena impotente y llega como un vaho filtrado por los neumáticos de grasa que forman aros alrededor de su cuello.

—A la calle —respondo.

—Pero si nunca sales.

—Mira quién fue a hablar.

Nos reímos. De todas formas no pienso irme todavía; no me perdería esto (la entrevista, la gran revelación) por nada del mundo.

Mamá está a cuatro patas a un lado de la cama, desenrollando cables y tubos que han quedado entrelazados tras las máquinas de Mal. Se unen en un pitido coral. Me recuerdan a los médicos que han estado aquí hace un momento. Y ahora, vamos a lo importante.

Las amplias zonas velludas que se extienden por el enorme pecho de Mal se están volviendo canosas y tiene enredados restos de salchicha carbonizada y crujientes trocitos de bizcocho del pastel de anoche. Ted el Rojo necesitaría un buen rato para llegar hasta los huesos, tendría que clavar un pico con un vigoroso movimiento curvo en esa fina y sucia capa de piel del tórax, apuntalar una pala empujando con un pie contra los tendones y la carne; estirar, apartar y escarbar, extrayendo chorreras adiposas como gusanos blanquecinos; hurgar y hurgar hasta que oyese el golpe de su cuchillo chocando contra el esqueleto: el tesoro, lo que allí yacía desde el principio. Un viaje al centro de la Tierra.

—¿Adonde? —me interpela.

—¿Adonde qué?

Sé muy bien cuánto le molesta que le pida más claridad cuando comprendo qué quiere decir, odia que lo obliguen a hacer el esfuerzo de expandir su diafragma, alzar la caja torácica y pronunciar las palabras.

—¿Adonde vas?

«A ver a Lou», pienso.

—A la calle. Después de tu entrevista, saldré un rato.

Arruga la nariz rechoncha y frunce los labios. Su frente brillante y perlada de sudor se repliega en un gesto de frustración.

—¿Con esas piernas?

—Sí, con estas piernas. No puedo salir sin ellas.

Echo un vistazo a las paredes y al suelo y me pregunto cuánto tiempo habré pasado aquí. Examino el contador colgado en lo alto: el verde cristal líquido resplandece e ilumina el ombligo cavernoso de Mal (que a estas alturas se ha hecho del tamaño de un molde para tartas). Contemplo la ingente pila de recortes de periódico que forman una escalera de caracol desvencijada hacia el techo. Observo mi pequeña cama arrinconada en una esquina. Oigo a papá en el piso de arriba, martilleando —clinc, clinc—, arrastrando un nuevo y pesado artefacto por el suelo en el que ha abierto agujeros. Las polvorientas hojas que forman las tiras medio arrancadas del papel pintado de la pared, el otoño de nuestra decoración. Los sacos y sacos de correspondencia amontonados provenientes de todas las partes del mundo. Los pañales para adultos. Los platos sucísimos.

Me pongo el otro zapato y meto rápidamente los cordones como si fuesen espaguetis por los agujeros del cuero. No obstante, aún tengo tiempo, tengo mucho tiempo; así que me repantingo en mi cama y me quedo mirando a mamá, que ayuda a Mal a tragar una cucharada tras otra. Un refulgente hilo de saliva conecta sus encías con el cubierto de metal como un rayo abductor. Al tragar emite un gruñido grave y profundo, como una vaca vieja que patea el suelo al percibir la llegada de una tormenta por última vez.

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