Cama

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La brisa que corría junto al mar era estrepitosa. La tarde estaba comenzando a llegar a su fin y la playa, o lo poco que quedaba de ella, se iba quedando desierta. Algunos mirones se habían reunido para observar a Mal, que construía un mosaico con arena y unas toallas que había traído. Lou y yo lo observábamos sentados riéndonos y nos calentábamos enterrándonos los pies.

Nos bebimos el vino que Mal había escondido en el maletero del coche para darnos una sorpresa y descansamos hasta que el cielo se llenó del color y la textura de las nubes, sin que nada viniese a desgarrarlas en pedacitos flotantes.

—¿Te gusta esto? —preguntó Mal.

La cabeza de Lou reposaba sobre su vientre.

—¿Si me gusta qué? —dije.

—Esto. Lo que estamos haciendo ahora. Esta media parte.

—Claro que me gusta... pero ¿la media parte de qué?

—De la vida —respondió—. Este es el momento justo después de que no puedas hacer nada por ti mismo y justo antes de que tengas que hacer algo por los otros.

Acarició la cabeza de Lou. Ella cerró los ojos como si ya hubiese oído aquello antes, o como si estuviese recordando una discusión, un intercambio de ideas.

—Me gusta este momento —continuó Mal. —¿Qué te hace pensar que es necesario cambiar? —dijo Lou.

—Es lo que se espera de nosotros —replicó él—; y lo que tendremos que hacer. Quizá un día nos damos cuenta de que todo lo que esperábamos que íbamos a tener, todo lo que se nos había prometido, no va a suceder. Y probablemente, al ser conscientes de ello, decidimos sentar la cabeza. Cuando admitimos la derrota. Entonces nos convertimos en un repugnante y lascivo capullo que vende bisutería barata en el maletero de su coche en un aparcamiento. El momento en el que tienes la certeza de que ha llegado la hora de soltar los mandos. Rendirte. Dejarlo correr. La vida se ha acabado y es el turno de otro.

Ella se sentía acogida en medio de su voz, sus caricias y su manera de pensar.

—Vaya... estoy bebiendo arena. —Mal se puso en pie y las últimas gotas de su vaso volcado cayeron en el suelo—. Voy a por más vino. Y chocolate. Vigilad las toallas.

—¿Qué clase de persona roba toallas? —gritó Lou, su voz persiguiendo sus talones mientras corría por la playa.

—¡Una que esté empapada! —la respuesta llegó cuando ya no lo divisábamos en medio de la oscuridad del atardecer. Se hizo el silencio por un instante.

—Lou —susurré—. No había estado nunca en la playa.

Ella se incorporó de golpe, incrédula.

—¿Nunca?

—Jamás. Estuvimos a punto de ir una vez, pero Mal hizo de las suyas y tuvimos que volvernos a casa.

Risas.

—¿Crees que está bien? —me preguntó.

Yo me demoré en la respuesta.

—Está bien, solo ha ido a coger más vino.

—No. En general, quiero decir, ¿crees que está bien?

—Por supuesto, ¿por qué no iba a estarlo?

—Es incansable.

—Siempre es incansable.

—Pero lo es en el trabajo, y en casa. Creo que no es feliz.

—No te preocupes, Mal siempre ha sido así.

Me la imaginé con la cabeza apoyada en mi estómago, yo debajo con los brazos cruzados bajo la nuca, y el cielo oscureciéndose sobre nosotros hasta que nos quedábamos dormidos en la arena. Luego nos levantábamos y nos íbamos juntos a casa. El silencio se hizo más persistente y casi podía ver en su cara el mecanismo interno de su proceso de decisión: ¿me contaría o no lo que fuera que estaba abriendo y cerrando las compuertas de su pensamiento? Finalmente, abrió la boca. Imaginé la bombilla de dibujos animados que representa una idea repentina, con su ruido característico.

—Anoche —comenzó; un fragmento, y luego otro— le dije —y otro y otro— que quería tener un hijo.

Fui consciente de todo el peso de mi cuerpo hundiéndose.

—Ya —murmuré.

—Se quedó callado. No respondió, realmente. Se quitó la ropa y se metió en la cama. Sencillamente daba por hecho que era lo que acabaría sucediendo, que tendríamos un hijo. Es lo que se suele hacer, ¿no? Cuando se ha levantado esta mañana parecía otro. Como cuando éramos más jóvenes. Ha insistido en que hiciésemos esto. Ni siquiera ha hecho alusión a lo de anoche. Como si se hubiese borrado.

El mar siseó. La espuma borboteaba en la arena.

—¿Te ha contado algo de esto?

—No —sacudí la cabeza—. En realidad, no habla conmigo.

Levanté los pies y la arena se derramó entre mis dedos en cosquilleantes cascadas. Lou apuró lo que quedaba de vino en su vaso de plástico.

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