Cama

Cama


CAMA » 41

Página 45 de 89

4

1

Cuando Mal volvió con una bolsa de plástico tintineante y unos vasos de colores bajo el brazo, me esforcé en hacerle creer que había estado hablando con Lou de las olas del mar que veía por primera vez. La noche aterrizó como una almohada sobre nuestras caras y, a pesar de que sabíamos que llegaría, nos sorprendió la velocidad a la que había oscurecido.

—Has tardado un poco —dijo Lou.

—Me he entretenido un rato en el coche.

Nos sentamos y charlamos, la conversación saltaba regocijada de un tema a otro, como una polilla juguetona revoloteando entre lámparas; nos reímos hasta las tres de la madrugada; aún no hacía frío. El viento también era sereno. Comenzamos a vacilar a medida que el sueño nos iba venciendo; Lou cayó dormida en la arena con una toalla sobre la cara para proteger sus ojos del fulgor de la luna.

—Así que ya está —dijo Mal. Noté que iba a continuar, que tenía algo que decir y que lo haría tan pronto como vertiese las últimas gotas de vino en su vaso. Por primera vez en todo el día no estaba sonriente—. De vuelta al trabajo.

—Tampoco está tan mal.

—Pero tampoco está tan bien, ¿verdad? No es lo que se cuenta en los libros infantiles. No somos el explorador ni el astronauta. Todo esto... facturas, niños, matrimonio... No es suficientemente bueno. ¿Qué será digno de recordar de una existencia mediocre?

No me di cuenta de que me había quedado dormido hasta que salió el sol e incidió con sus dedos calientes sobre mis párpados, masajeando los globos oculares para despertarme. Lou y Mal estaban allí echados, abrazándose, emergiendo en la luz. El pelo de ella estaba apelmazado por la arena. Aún no había aparecido nadie por la playa. Era temprano. Metimos las toallas y las botellas en la mochila y caminamos lentamente, en silencio, en dirección al coche. Me imaginé que regresábamos en un enorme barco y que nos aguardaba un recibimiento militar. Un millón de personas vitoreándonos guarnecían el puerto con banderolas y pancartas y besos cuando echábamos amarras. Seguía sumido en esta ensoñación cuando me senté en el coche, así que apenas me fijé en la pequeña grúa que se estaba desplegando para sacar el vehículo del matón de los relojes, que permanecía varado en las aguas poco profundas junto a la rampa de los botes de salvamento; la algarabía de tictacs de su maletero había cesado.

Ir a la siguiente página

Report Page