Cama

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La casa de Mal y Lou, en comparación con la nuestra, no tenía ningún poder evocador. Cuando la dejaron, fue como si nadie hubiese vivido en ella; como si las paredes, sordas, jamás los hubiesen oído hablar. Esta es la desgracia de la joven pareja moderna: la mesa que tienen todos, las sillas que venían con la casa, los típicos cuadros lustrosos de parejas que no conocen y de lugares en los que jamás han estado... mobiliario trampolín.

Nos sentamos frente a la mesa trampolín y tomamos vino barato en vasos trampolín. Lou estaba fuera, en un curso de capacitación para entrar a formar parte de un departamento en el banco. Yo no solía traer a Sal conmigo cuando los visitaba. La vería después. Había comenzado a hablar de buscarnos un sitio para vivir juntos, algo que no era en absoluto factible a menos que pudiésemos pagar con escalopas de ternera. Además, el deseo había desaparecido, la llama estaba casi apagada. Yo estaba barajando la mejor manera de acabar con nuestra relación de una vez por todas. Quizá esa misma noche.

A pesar de haber echado un poco de barriga, Mal tenía un aspecto demacrado. Sus mejillas se hundían en oscuras simas; si lo hubiésemos puesto tendido boca arriba bajo la lluvia, se le habrían formado dos piscinas en la cara. A su alrededor se acumulaban montones de ropa por planchar. La nevera estaba oculta debajo de un caos de imanes y facturas entre los que colgaba una papeleta para votar con una fecha que ya había llegado y pasado. El suelo estaba alfombrado de envases de comida rápida y zapatos. Era viernes por la noche, el día del vigesimoquinto cumpleaños de Mal. AI salir del trabajo se había sacado la sucia y arrugada camisa de los pantalones y se había aflojado la horrible corbata a cuadros.

El calendario que colgaba del desvencijado tablón de notas de la cocina mostraba doce gatitos muy monos. Uno jugaba con un ovillo de lana, otro se asomaba por el borde de una cesta de mimbre, otro dormía junto a un cachorro de perro. Cada mes aparecía señalado por la mano cuidadosa de Lou: una intrincada urdimbre de cruces y circulitos.

—¿Estáis intentando tener un bebé, Mal? —traté de sonsacarle.

—No lo llamaremos bebé Mal si es niña.

Semblante adusto. Nos encaminamos hacia casa, mi casa, para celebrar su cumpleaños. Mamá se había pasado todo el día inflando globos a pleno pulmón mientras papá daba cabezadas en su silla, mecido por el susurro y el chisporroteo de un viejo vinilo que había encontrado en una tienda de segunda mano. Un recopilatorio de los éxitos de la Glenn Miller Band que estuvo sonando una vez detrás de otra.

—¿Qué es lo que pasa? —le pregunté a Mal.

Era una noche muy fría, y, a pesar de la oscuridad, las paredes y las verjas brillaban con el principio de la helada. La calidez de mi aliento envolvió mis palabras en una bruma gélida.

—¿Papá te ha contado alguna vez su historia?

—¿Cuál?

—Lo de TauTona. Lo del accidente en la mina.

No tenía ni idea de que Mal también lo supiera. Jamás lo habíamos hablado entre nosotros, aunque parezca raro, pero tampoco es que hablásemos demasiado de papá. Era un hombre a prueba de alusiones.

—Desde luego. —Fingí virilidad, sin saber por qué.

—Y sobre las fotos, las cosas que uno deja a su paso.

—Sí.

—Pues...

Se detuvo. Nos quedamos allí parados en la calle con las manos en los bolsillos, ambos en la misma postura. Ya no sentía frío, solamente los alfilerazos agudos de la brisa glacial en los oídos.

—¿Y si supieses ya que no vas a dejar nada tras tu muerte, que no puedes dejar nada? ¿Y si estuvieses seguro de que nadie te recordará, de que nadie tendrá una sola razón para recordarte? De que no eres más que alguien que existió, simplemente.

—Estás diciendo tonterías. ¿A qué te refieres?

El no alzó la mirada. Tampoco yo. Nos contemplábamos los pies bajo la luz amarillenta de una farola destrozada. Inspiró profundamente. No era un suspiro, pero casi.

—Lo que me planteo es... —dijo, y esta vez habló con más serenidad, reflexionando en voz alta—, ¿qué más da?

Yo estaba congelado. Sentía la lengua demasiado rígida para realizar los movimientos y las vibraciones que exigía la pronunciación de las palabras que quería decir: «Por favor, Malcolm, cállate». Las lágrimas que el viento había formado en nuestros ojos corrían por nuestras mejillas, demasiado calientes para permitir que se congelasen en su recorrido. Así que levanté dos dedos —mi mano como una pistola— y los posé sobre sus labios para que no siguiese hablando. Reemprendimos el camino, él rodeándome el hombro con un brazo que parecía más grande que nunca.

Un rato más tarde estábamos sentados en las escaleras de la entrada. La fiesta de su vigésimoquinto cumpleaños. Mamá transportaba sobre las puntas dobladas de sus frágiles dedos unas enormes bandejas de plata con canapés, igual que los camareros de los hoteles de lujo que salían en televisión. Papá curioseaba entre un montón de vinilos que había comprado en la tienda, deseando que la gente que bailaba en el salón no se viera obligada a detenerse. Ted el Rojo, Sal, Chris, los cargantes compañeros de oficina de Mal, los hombres con los que papá salía de pesca: todos manoteando y lanzando zapatazos. Desconocidos hablando entre ellos en el idioma internacional de los borrachos. Aunque ninguno nos superaba a Mal y a mí en nuestra cogorza.

—¿No lo ves?

—No, no lo veo.

—Pues yo sí, y con eso basta: si no eres capaz de hacer lo que se supone que deberías hacer, ¿para qué hacer nada?

Estaba pegado a mi oreja, gritando casi dentro de mi cráneo. Se apoyaba tambaleándose sobre mi pierna. La señora Gee, la vecina de al lado, daba unos golpes rítmicos sobre el delgado tabique de yeso que debíamos interpretar como «dejad de hacer ruido». Nadie la oía, pero era digno de admiración que sus viejos huesos consiguiesen reunir la fuerza necesaria para aporrear de aquella manera. Hubiera sido más sabio por su parte no seguir el compás de la música. Mal estaba señalando algo que yo no podía ver, porque mis ojos habían abandonado sus puestos. De mis labios colgaba un cigarrillo, pero estaba intentando encenderme la barbilla con el mechero. Era consciente de que él seguía hablando, pero para mí todo era un galimatías; intenté prestar atención hasta que, poco a poco, comenzó a tomar forma y a definirse un sentido. Ni siquiera di una calada.

—TRRRRRRAccccousakkkk traaaabajar sss...

—¿Cómo?

—¿Y tu cigarrillo?

—¿Me estabas escuchando?

—Sí.

—Me paso el día trabajando sentado en una silla. Es como una pelea en un videojuego. Cuando voto, nada cambia; con lo que gano no puedo comprar nada. Quizá esté hecho simplemente para proporcionar un propósito a la vida de alguien.

«Siempre ha sido más o menos así», me dieron ganas de decirle, pero no pude verbalizarlo.

—¿Qué?

Me fui cayendo de espaldas hasta que mi cabeza quedó apoyada sobre un montón de bruñidos zapatos de trabajo de aquella gente a la que no conocía de nada.

Paseo un poco. Un vaso de agua. Sal me besa en la frente. Fogonazos de las señales que indican el camino hacia la sobriedad y que solo reconozco a medias.

Era bastante tarde. La casa se había quedado vacía. La música se había apagado. Me encontraba en el sofá, que me acogía, aún vestido, y no era capaz de distinguir si el teléfono acababa de comenzar a sonar o si su timbre llevaba horas vibrando. Lo descolgué.

—Diga.

Tenía la mano entumecida porque había estado durmiendo sobre ella; las babas sobre el pulgar dibujaban filigranas indias.

—Hola... ¿Malcolm? ¿Malcolm?

Lou. Su voz era un proyectil rebozado en urgencia. Deseé ser yo el motivo.

—No, soy yo. ¿Lou? Mal está en la cama, creo que está en la cama. ¿Qué hora es?

—¿Puedes ponérmelo al teléfono, por favor?

—Está en la cama. Es su cumpleaños —dije.

La semilucidez del resacoso despertar repentino.

—Lo sé. ¿Me lo pasas? Tengo que hablar con él, ¡es urgente!

Una nueva franqueza que ya estaba ahí cuando escuché sus primeras palabras, pero me sentía borracho y todo me daba igual.

—Está bien.

Me levanté con pesadez, agarré mi correa y me la apreté, dándole una vuelta de noventa grados, como un reloj de sol, hasta que los téjanos dejaron de retorcerme la piel de las piernas. Oí a papá roncando en el ático, con sus herramientas en las manos. Empujé con suavidad la puerta del dormitorio y encontré a Mal durmiendo desnudo en la cama, envuelto en las frescas sábanas de lino. Tenía un aspecto heroico, aunque no le iba a durar mucho. A su lado, en una butaca, mamá también dormía con una mano sobre la de él, la cabeza echada hacia atrás en medio del sueño, la conversación que habían dejado interrumpida flotando todavía en el sereno aire de la noche. La visión de aquella escena me trastocó, todo me dio vueltas y caí de bruces sobre mi cama. Me quedé dormido al instante, sin importarme mi ropa, las ventanas abiertas ni la voz que seguía repitiendo «¿Hola? ¿Hola? ¿Hola?» a través del teléfono apoyado abajo en el sofá; aunque no se me pasaba por alto que todo estaba a punto de sufrir un cambio.

Volví a soñar con Lou.

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