Cama

Cama


CAMA » 44

Página 48 de 89

4

4

Día Cuatro.

Mal jamás pedía nada; vivía con la convicción de que las cosas irían viniendo por sí solas. Y mientras tanto se limitaba a quedarse tumbado, mirando la televisión, esperando algo o nada.

La noche anterior, mamá y papá habían tenido en la cocina la discusión más terrible que yo hubiese presenciado. Papá apelaba a su estudio, su trabajo, su pesca; mamá a sus labores de limpieza, cocina y al cuidado de Mal. La historia siempre tiene su origen en un conflicto.

—Deja de hacerle la comida, deja de esperar sus órdenes, y lo obligarás a salir de la cama, ¿no lo ves? —dijo papá. No es que creyese ni por un segundo que esa situación pudiese darse.

—No puedo dejar que se muera de hambre —replicó mamá con voz rotunda.

—¡No va a morirse de hambre!

—Es mi hijo, y pienso seguir cuidando de él mientras me necesite.

—¡Eres una puta mártir, eso es lo que eres!

—Sube a esconderte en tu estudio. No te preocupes de nadie.

Al día siguiente le pedí a Mal que desistiese, que se levantase de la cama y siguiese con su vida. Le dije que se acordase de su piso, de su trabajo, de Lou. Le supliqué. Pero ya no había marcha atrás, según todos los indicios; aquello ya había comenzado. Solo cabía esperar que fuera perdiendo interés en su idea y la dejara morir como una semilla plantada en terreno estéril.

—Levanta.

—No.

Furioso, lo agarré por un tobillo y de un brutal tirón arrastré su cuerpo musculoso y desnudo fuera de la cama; le abofeteé y le arañé la cara, la cabeza y la nuca al tiempo que él se protegía adoptando una posición fetal a mis pies. Le clavé los talones en el pecho, apretando su obstinada carne entre mis zapatos y el suelo. Seguí golpeando exasperado sobre las marcas rojas que comenzaban a aparecer en sus costillas y en el corte que le había hecho en una ceja. En aquel momento me sentí como si lo estuviese reduciendo a la mitad de su tamaño. Le di puñetazos cada vez más fuertes hasta caer de rodillas, fuera de mí y sin aliento.

Papá irrumpió en el dormitorio y estuvo a punto de sacar la puerta de las bisagras. Puso sus manos enormes sobre mis hombros y me separó de Mal, que se arrastró con lentitud hacia la cama y se tapó con el edredón la cabeza magullada y amoratada. Luego me empujó hacia la cocina y me obligó a meter los dedos heridos bajo el frío chorro del grifo. No había necesidad de decir nada.

Pasaron algunas horas hasta que me atreví a asomar la cabeza de nuevo por la puerta del dormitorio.

—Hola —dijo él. Su disposición para perdonar al hermano me cogió por sorpresa.

La piel que rodeaba su ojo izquierdo se había hinchado y oscurecido, el torso desnudo estaba plagado de arañazos rojizos y pequeñas formaciones estrelladas en las que se había quedado la sangre seca después de clavarle los tacones de mis zapatos. Parecía completamente confundido por la pelea y por la discusión, pero lo que me hacía sentir más frustrado era que ignorase todos los intentos de Lou por comunicarse con él. Hasta aquel momento había estado llamando a la puerta tres veces al día, haciéndonos saltar cada vez con el mismo ratatatá. Papá permanecía todo el tiempo en su ático, que resonaba con el ruido que hacía al soltar sus herramientas, la vibración hipnótica de una tuerca rodando por el frágil suelo de madera. Mamá trajinaba igual de estrepitosamente en la cocina, haciendo chocar cacerolas y sartenes, soltando maldiciones cuando se quemaba un pastel o una salsa le quedaba demasiado salada. Me imaginaba aquellos cacharros cobrando vida cuando ella no estaba; sus asas y sus junturas formaban ojos irritados, narices y bocas como en las películas de Disney. Podía verlos reunidos ante el viejo Horno Sapiencial para quejarse del rudo trato que estaban recibiendo.

Así que me tocaba a mí abrirle la puerta a Lou. No es que me molestase. Ella lloraba en mis brazos, quería ver a Mal. Le comunicaba que Mal no deseaba recibir ningún tipo de visita y tenía que disculparme sin cesar una y otra vez. Mamá cerraba la puerta del dormitorio con el pequeño pestillo que le había pedido a papá que instalase. Yo me tragaba la proposición que tenía en la punta de la lengua: «Escapémonos juntos».

Una semana más tarde, Mal seguía sin cambiar de opinión.

Estábamos jugando al ajedrez. Mal estirado bajo una sábana blanca de algodón tan ceñida alrededor de su cuerpo que, desde lejos, le daba a su tronco el aspecto de una columna de anfiteatro antiguo que se hubiera desmoronado. Acerqué una silla a su cama y la puse del revés, de manera que pudiese colocar mis piernas a horcajadas. La incapacidad de Mal para comprender unas reglas de juego establecidas hace más de cien años implicaba que el nivel de concentración requerido era de la intensidad de un satélite lunar en modo de aterrizaje.

—Te toca mover —dijo.

—Muy bien —repliqué, echando un vistazo al tablero y luego de nuevo a él. No representaba ninguna amenaza, de todas maneras.

—Si viene, no puedo verla.

—¿Puedes decirme qué estás haciendo, exactamente?

No contestó.

Lou acabó volviendo. Sus ojos eran arañas tropicales, anillos rojos con finas patas negras.

—¿Por qué? —me preguntaba.

Le dije que no lo sabía.

—Lo quiero. —Y comenzó a llorar.

Hasta la última célula de todo lo que había ido almacenando en mi interior se aglomeró en una tensa pelota de goma que botaba de un extremo a otro de mi cuerpo. Observé a Lou alejarse de vuelta a casa de su padre. Mamá hacía lo mismo a través de una rendija abierta entre las cortinas.

Ir a la siguiente página

Report Page