Cama

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Nuestras vidas habían sufrido un inconmensurable cambio a lo largo de un año. En ese breve espacio de tiempo, Mal se había convertido en nuestro sol: nuestras existencias orbitaban en torno a él. Los círculos que nos obligaba a trazar a su alrededor se iban estrechando, atrayéndonos cada vez más hacia el centro.

Aún no había anochecido y yo trataba de ver la tele, contrariado por el clac de las tijeras que me llegaba desde el dormitorio. Mamá le cortaba el pelo a Mal. A él no le interesaba ningún estilo en concreto y ni siquiera había expresado el deseo de que se lo cortasen, así que mamá se mantuvo fiel a ese peinado corto atolondrado y desigual al que se llega casi sin proponérselo uno. Subí para decirles que no hiciesen tanto ruido. Al entrar en la habitación la vi de reojo sacando unas tijeras más pequeñas aún de su bolso y dispuesta a cortarle las uñas. Los dedos de sus pies, protuberancias sinuosas propias de un trol.

—Por amor de Dios, mamá, ¿tienes que hacer eso precisamente ahora?

—Si te molesta, vete a otro sitio.

Otro sitio. Aquel era también mi cuarto, no hacía falta que lo dijese. Mal contuvo una risita. Le di un golpe medio en broma con el mando de la tele en una rodilla, deseando que le doliese.

A esas alturas ya solo era consciente de su desnudez de manera intermitente. Mal permanecía siempre desnudo y estaba siempre presente, y, sin embargo, incluso papá aparentaba estar conforme con ello, en cierto modo. Aquellas piernazas pálidas y gangliformes pendiendo a ambos lados del colchón eran parte integrante del dormitorio igual que el papel pintado de las paredes. Ahora pude comprender a esos hijos de padres nudistas que vemos en los informativos diurnos y que casi parecen fingir su incomodidad. No era más que un cuerpo, un cacho de carne.

Se oyó un golpe en la puerta con una cadencia que no supimos reconocer. Todos y cada uno de nosotros nos quedamos congelados, escudriñando al de al lado como si alguno debiera estar conectado psíquicamente a quienquiera que esperase afuera. Nadie dijo una palabra.

Otro golpe. Apagué la tele y me acerqué a mamá, que se agachaba a los pies de Mal. El no se movió ni un milímetro. Espié a través de las cortinas del pasillo. Un nuevo golpe, innecesariamente más enérgico y apremiante, esta vez; así que abrí de repente la puerta para sorprender al desavisado y disfruté del espectáculo del desconocido perdiendo el equilibrio al estampar sus nudillos contra el vacío a la vez que profería un gruñido abochornado; el propio impulso le hizo precipitarse hacia delante, como si se hubiese metido en un ascensor fuera de servicio y se encontrase sin suelo bajo sus pies. La mano del visitante frenó a un centímetro de mi cara. El protocolo habitual de recepción de un invitado se había invertido por un momento, era él quien estaba obligado a decir algo antes de que aquella situación comenzase a adquirir visos de normalidad.

—Hola —dijo el hombre.

Iba acompañado por un individuo más bajo que él con un micrófono de percha y otro más alto con una cámara al hombro izquierdo, que era visiblemente más musculoso que el derecho.

—¿Es usted Malcolm Ede? —continuó.

Lo reconocí del telediario local. Su nombre era Ray Darling. Su peinado con raya a un lado era de una precisión matemática, pero era obvio que no llevaba bisoñé. Mal me debía cinco libras.

—No, no soy yo.

—Entonces debes de ser el hermano de Malcolm Ede.

Era la primera vez que me hacían aquella pregunta de aquel modo concreto.

—Sí.

Alzó una ceja en ángulo recto, como dirigiéndola hacia mí. Vamos a ser amigos.

—Por lo que sabemos Malcolm se ha embarcado en una especie de protesta, ¿no es cierto?

Protesta. No se me había ocurrido contemplarlo de esa manera. A veces, cuando estaba cerca de Malcolm, no era capaz de pensar siquiera.

—No.

—¿Podemos pasar?

(Adelanta un pie amablemente.)

—No.

—¿Están tus padres en casa?

—No.

—Tu madre sí.

(Cambia de dirección.)

—¿Cómo lo sabe?

—Entonces, ¿de qué va la cosa?

—¿Qué?

(Intenta confundirte.)

—Hemos oído que tu hermano se niega a levantarse de la cama.

—No lo sé.

—¿De qué se trata?

(Una pregunta difícil seguida de otra todavía más difícil...)

—Por favor.

—Pero, más importante, ¿por qué lo hace?

(... era de esperar...)

—No tengo ni idea; ahora, por favor...

—La gente comienza a hablar...

(Igual que en la tele.)

Le cerré la puerta en las narices. Escuché cómo, al otro lado, Ray Darling buscaba la complicidad de sus colegas mudos al afirmar que esta casa, nuestra casa, era una casa llena de «putos tarados». El mismo Ray Darling que parece que lleve peluca incluso aunque no la lleve.

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