Cama

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Unos goterones pegajosos de sudor perlan la cara inexpresiva de Mal. Por televisión parece incluso más grande; sus brazos se asemejan a sacos de sal a punto de reventar. El estrés físico de la situación lo tiene abrumado y le impide acordarse siquiera de cerrar la boca, y la iluminación hace que el interior de sus mofletes brille con la saliva que rezuman. Sus ojos son dos desiertos hundidos en un rostro que no tiene nada que envidiar al del perro más feo del mundo. Dentro y fuera de la caravana se ha hecho un silencio absoluto y tan solo el zumbido del zoom sobre la jeta abotargada de Mal, amplificado a través de unos altavoces por un vecino mañoso, nos demuestra que no nos hemos quedado sordos. Entonces, Ray Darling comienza a hablar. Su voz suena más rotunda y clara que en persona. Ese es el poder de la televisión.

—Buenas tardes, señoras y señores —dice, y por primera vez en mi vida formo parte del mundo expectante, absorto—, soy Ray Darling y estoy a punto de hablar en directo y en exclusiva con Malcolm Ede. Desde que hace veinte años tomó la decisión de quedarse en la cama al cumplir los veinticinco, Malcolm ha alcanzado un peso de más de media tonelada. Ha conseguido fascinar a todo aquel que oye su historia, pero la pregunta es ¿por qué? ¿Qué llevó a este joven...

Ojalá fuera tan sencillo. —... de veinticinco años a optar por dejar de lado una forma de vida corriente? ¿Por qué permanece Malcolm Ede en su cama? Sépanlo después de esta breve pausa, en primicia.

Un desierto de helados.

Comida para cocinar al microondas.

Minisándwiches de aperitivo con queso procesado para que los padres gandules puedan meterlo en las mochilas de unos hijos de paladar limitado.

Todos son anuncios de comida. Muy astuto.

—Bienvenidos de nuevo. Me encuentro en la habitación de Malcolm Ede. Hola, Malcolm.

Mal parpadea con desidia. Traga saliva durante lo que parece una eternidad. Su aparición es coreada en el exterior por una algarabía que hace temblar los cristales de las ventanas y el micrófono que pende sobre estas; el estruendo es recogido y devuelto a la multitud que lo ha provocado a través de los altavoces con un tono más grave. Mal no responde. Me estrujo las manos, me presiono las yemas de los dedos, miro a mi alrededor en la caravana en busca de algo que pueda apretar y veo una manzana. Su piel se rompe entre mis manos.

—¿Cómo te encuentras hoy?

No hay respuesta. Los labios de Ray Darling inician un lento ademán de buceo hacia su barbilla.

—Mmm... bueno, la pregunta que todo el mundo se está haciendo es, evidentemente, ¿por qué?

El semblante mudo de Mal llena cada una de las pantallas.

—¿Malcolm?

La chapa de Ray Darling gira en un ángulo que obliga a quien pretenda leer lo que dice en ella a inclinar la cabeza noventa grados a la izquierda.

—¿Malcolm? ¿Por qué decidiste no volver a levantarte de la cama?

Mal respira con pesadez, como un dirigible que se deshincha a causa de un pinchazo.

—¿No vas a contestar, Malcolm?

Es verdaderamente doloroso. Y entonces un súbito alivio, una oleada consoladora.

—Señor Darling —dice Mal.

Una pausa estudiada, efectiva.

—Llámame Ray, por favor...

Una sonrisa, una especie de confirmación.

—Señor Darling —dice Mal.

Es tan hermoso que me duele la cabeza.

—Dime.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto, Malcolm, por supuesto.

Me parece asistir al espectáculo de la creación del mundo, el inicio, el descorcharse que precede al más colosal de los Big Bangs.

Una pausa. Una frase:

—¿Lleva usted peluca?

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