Cama

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—No vas a salir ahí afuera —me prohibió mamá.

Yo estaba rebuscando mis zapatos entre el desorden y ella, en un signo de protesta absurdo, echó el cerrojo de la puerta de entrada.

—¿Por qué haces eso? —le dije enfadado.

—Porque no vas a salir ahí afuera.

Le rechinaban los dientes. No fui capaz de distinguir si estaba furiosa o aterrada. De todas maneras, mi decisión estaba tomada.

—¡Voy a hablar con Lou! —grité en dirección a Mal, sobre todo para que lo oyese mamá. El no respondió.

—Muy bien, entonces voy a llamar a la policía —soltó de repente mamá—. Técnicamente, es allanamiento. No me importa quién sea, es nuestro jardín delantero, no tiene derecho a presentarse y montar su tienda de campaña sin nuestro permiso. No tiene ningún derecho.

La fui dejando de escuchar hasta que su parloteo se convirtió en un ruido de fondo. Veía sus labios comprimirse en pequeños fruncimientos, sus finas cejas agitándose, la gesticulación desaforada de sus manos cortando el aire en una danza furiosa. Pero no me importó lo más mínimo.

—Mamá —le dije—, haz lo que te parezca, si crees que eso hará las cosas más fáciles. —Me sentí mayor, preparado. Un hombre—. Pero yo saldré a hablar con Lou. Deja que averigüe qué es lo que pretende.

Ella agachó la cabeza hasta que la barbilla tocó los huesos bien definidos de su pecho y su campo de fuerza, que hasta ese preciso momento no era posible detectar, se fue apagando lentamente. Luego se escurrió hacia el salón a paso firme y sin mirarme a los ojos. Papá la esperaba allí con una taza de té recién hecho entre las manos; sincronización perfecta. Mal seguía sin abrir la boca. Me puse una chaquetilla fina de verano para protegerme de la brisa matinal y atisbé por la rendija de la puerta del dormitorio: la colcha seguía cubriéndolo por completo y solo se le veían los pies hinchados de un color verde semáforo, asomándose por el borde de la cama como los extremos de dos rastrillos sobre la hierba que se mueren de ganas de que alguien los pise.

Al descorrer el pestillo, unas náuseas nerviosas sonaron en mi estómago, así que tuve que esperar y tragar saliva hasta que la sensación fue reduciéndose a un suave ronroneo. Abrí lentamente y, entonces, irrumpí en las primeras horas de aquella fresca mañana. Al oír bajo mis pies el peludo crujido del felpudo erizado de la entrada, me di cuenta de que llevaba dos zapatos distintos. Pensé en Mal mientras salvaba la breve extensión de hierba que me separaba de la tienda, desde donde me llegó la voz de Lou tarareando como una sirena que cantase para atraerme hacia el naufragio.

Todavía fuera, me aclaré la garganta. Sonaba fatal. El temor subía y bajaba por mis piernas.

—¿Hola? —dije.

—Hola —respondió.

Mis dedos caracoleaban a cada lado de mis caderas como los de un vaquero de gatillo fácil que roza sus armas una fracción de segundo antes de que su oponente dispare una bala letal bajo el sol del mediodía. La cremallera comenzó a abrirse desde el interior. Observé su descenso por la puerta de la tienda hasta que apareció ella, sentada en aquella especie de porche.

—Hola —sonrió—. Me alegro de verte. —Seguía siendo maravillosa—. Te debes preguntar qué hago aquí.

Mis cuerdas vocales estaban saturadas de una espesa gomaespuma imposible de tragar, así que tuve que asentir como los estúpidos perros avaros que esperaban a que Ted el Rojo les tirase salchichas defectuosas desde la puerta de la carnicería.

—Quizá es mejor que entres —dijo, haciéndome sitio.

Entré a cuatro patas en la tienda. No era más grande que un ataúd y había retenido un sofocante olor a vinilo caliente. En los bolsillos de los laterales guardaba sus provisiones: comida, frascos, botellas de agua, un espejo, ropa interior limpia, revistas, una fotografía de su padre que se le había caído del bolso y en la que aparecía triste y más delgado, una almohada, un saco de dormir, toallitas húmedas y unos cosméticos que no le hacían ninguna falta. Me senté frente a ella mientras se recogía el pelo hacia atrás, con un gesto tan veloz y profesional que ni un solo mechón le caía sobre la cara cuando terminó. Había ensayado esto y aquello mil veces en mi imaginación, y ahora me encontraba en medio del escenario, caracterizado, y acababa de descubrir que habían recortado mis intervenciones sin avisarme.

—¿Cómo está Mal?

—Bien —mentí.

La verdad es que ni siquiera lo sabía.

—¿Crees que podré verlo?

—No lo sé, no creo. Quiero decir... no es solo por ti, Lou. No ha querido recibir ninguna visita. Ni una sola.

—Ya veo —suspiró.

—¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho durante todo este tiempo?

—Me mudé de nuevo a casa de mi padre.

—¿Cómo está?

—Se pasa el día sentado pensando en mi madre como si esperase que apareciera de un momento a otro por la puerta. Y si lo hiciese, él pondría en marcha el hervidor como si nada hubiera pasado. Creo que piensa estupideces como que esas cosas no le pasan a la gente de su edad. Se equivoca. Supongo que es algo que puede suceder a cualquier edad.

Deseé decirle que ella estaba haciendo lo mismo.

—Imagino que a ti te parecerá que eso es amor —me dijo.

Quise responder que no lo era, pero ¿qué podía saber yo?

—He intentado olvidarlo. —Era algo que podía leerse en las arrugas de su ceño y en la presión de la curvatura de su lengua, retraída como una víbora que se escondiese dentro de su boca—. Esto ha sido algo que no esperaba que me sucediese a mí.

—No podrás olvidarlo aquí, acampada en nuestro jardín.

Las palancas, poleas y cadenas de mi cuerpo amagaron el sencillo juego de movimientos que requería mi mano para posarse conciliadora y cariñosamente sobre su rodilla, pero el mecanismo no arrancó y permanecí rígido en mi sitio. Ella se quedó en silencio allí sentada, balanceando los pies, haciéndolos chocar como había visto hacer una vez en televisión a Dorothy en El mago de Oz. Un rasgo de infantilismo se abría paso a través de su feminidad.

—¿Por qué estás aquí? Me refiero a la tienda y demás; estamos un poco sorprendidos.

—Lo sé, lo siento. ¿Qué le ha parecido a tu madre?

—Quería llamar a la policía.

—¿La llamará?

—Lo dudo.

—¿Crees que podría hablar con ella? Me gustaría mucho poder hacerlo.

—No tengo ni idea —repliqué, incapaz de encontrar en mi interior una manera mejor para decirle que no. No sabía cómo podía explicarle la manera en que todo había cambiado, lo normal que se había vuelto el hecho de que Mal viviese echado en su cama—. Entonces, ¿por qué? —pregunté de nuevo.

—¿Por qué estoy aquí?

—Eso.

—Sigo amándolo, siempre lo he querido. Así que una pequeña parte de mí va a estar siempre aquí: esta tienda se quedará aquí tanto tiempo como sea necesario para recordárselo.

Me mordía los labios. Entonces oímos dos bocinazos, tres impacientes bocinazos. Asomé la cabeza fuera de la tienda y vi a Ted el Rojo; el tubo de escape de su coche expelía un humo demoníaco. Daba mordiscos arrobados a un pastelillo de carne y masticaba con el característico movimiento circular de ruminación de un camello mareado, mientras escuchaba por la radio la retransmisión de un ininteligible encuentro deportivo extranjero.

—Tengo que irme a trabajar —dije.

Lou no se despidió. En lugar de eso, apoyó las manos en el suelo, echó el peso sobre sus brazos y, levantándose un poco del suelo, se inclinó hacia delante para besarme en la mejilla. La sensación permaneció allí mucho después de que se deshiciese el contacto. Copié su sonrisa, la amplifiqué y se la envié en respuesta. Luego salí de espaldas con cuidado de no derribar la tienda con un traspié debido a mis zapatos mal conjuntados y cerré la cremallera con la meticulosidad de un cirujano recién licenciado. Si hubiese sido capaz de decirle que la amaba, quizá también hubiese durado para siempre. Pero a ella no le quedaba espacio para nada más. El amor de Mal la había sitiado por completo, y ahora se había encerrado dentro.

Me subí al coche y le hice a Ted el Rojo un gesto de saludo con la cabeza. El no hizo ninguna alusión al hecho de que acabase de salir de una tienda de campaña instalada frente a mi propio jardín, ni a que calzase zapatos de diferente color, ni a que llevase una marca de pintalabios en forma de mariposa en la mejilla. Me la dejé allí todo el día, bañándose en la luz del sol que entraba en la carnicería.

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