Cama

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En el interior del coche de papá olía a una mezcla de tabaco y caramelos refrescantes para el aliento con los que pretendía disimular el olor a tabaco. A mí no me gustaba ni lo uno ni lo otro, pero la conjunción de ambos se convertía en un placer olfativo. Me traía a la memoria épocas que ni siquiera había vivido: el olor de los años de juventud de papá, décadas atrás, antes de que llegase su primogénito. Los asientos eran de color marrón y el aire permanecía estático. El apestoso interior del cenicero alfombraba el suelo del vehículo con su gris materia estéril.

—Ven a pescar. Hace muchísimo tiempo que no vienes conmigo de pesca —me dijo.

Me había decidido a tenerlo más en cuenta en mi vida y a obligarme a participar más a menudo de la suya. La pesca era el precio que tenía que pagar. Lo había estado evitando cuanto me fue posible con el pretexto de que quedaba con Sally, a quien en realidad no veía desde hacía casi un año. Adonde iba era a casa de Ted el Rojo. Pronto, mi sentimiento de culpabilidad fue superando a mi repertorio de excusas y me encontré en la disposición de ánimo adecuada para fingir interés por la caña de pescar que, por lo visto, papá había estado diseñando y construyendo en su ático. Era, según sus propias palabras, su propia combinación de ruedas, palancas y poleas. Lo que significaba que era capaz de sacar del agua peces más pesados con menos esfuerzo de lo habitual, y que podía izarlos a más velocidad y sin temor de que se liberasen. Aquello era una proeza, no me cabía duda; aunque secretamente siempre había deseado que los peces consiguieran escaparse. Contemplaba aquellos ojos redondos y brillantes, mortecinos. Podía sentir cómo odiaban el aire.

Estábamos los dos sentados en la orilla escuchando el plinc-plinc del sedal cosquilleando la superficie del agua. Y nos invadía una cierta calma. La clase de calma inusual en la que papá se decidía a hablar.

—¿Sabes que volví allí? —dijo.

—¿Dónde? —pregunté. Su intervención, salida de la nada, me cogió por sorpresa.

Y comenzó. Yo escuchaba. Daba la sensación de que incluso los peces aminoraban la marcha cuando se acercaban nadando.

—TauTona. Sudáfrica. La mina. Regresé hace tres años, justo antes de que Malcolm decidiese quedarse en la cama. No se lo había contado a nadie. Mentí. Os conté que estaba en el norte, que ayudaría a construir un nuevo ascensor, ¿te acuerdas? Pero no era verdad. Volví a TauTona, donde sucedió el accidente. Tenía que ir.

»El mismo calor curtiéndote la piel. El calor de esa zona te muele y te vuelve lento y débil. También me encontré con el mismo polvo en el fondo de la garganta. La misma sensación que se quedó allí cuando me marché, como de algo que ha sucedido y no podrá olvidarse, de algo con lo que todos tendremos que cargar el resto de nuestras vidas. Un peso igual al del día en el que las cadenas se partieron. Tan insoportable como el día que sucedió.

Me pregunté si Mal oiría algún día esta historia, me pregunté también si habría decidido quedarse en la cama para no tener que volver a ir de pesca.

—¿Sabes que no consiguieron sacar nada de allí? Estaba demasiado hondo. Era demasiado peligroso. Los dieciséis hombres que murieron en aquel ascensor siguen aplastados a tres kilómetros y medio bajo tierra. Llegamos hasta allí, pero no pudimos devolverlos a la superficie. Volví a bajar. Me monté en la plataforma del ascensor de emergencia que había construido y volví a descender. A tanta profundidad que no hay posibilidad de encontrar vida. No hay ni siquiera insectos. Ni rastro de luz. Solo recuerdos. A tanta profundidad que no había más que metal retorcido y el rancio hedor y el polvo y la oscuridad y el dolor en mi corazón. Fui para comprobar si podía sacar a aquellos hombres de las entrañas de la tierra, para ver si era capaz de traerlos de vuelta a casa y darles por fin descanso; quería proporcionarles a aquellas mujeres con sus velas y sus velos algo tangible sobre lo que depositar sus lágrimas. Pero no lo conseguí. No hay posibilidad de hacerlo. Ninguna.

»Aquella noche hubo un servicio religioso conmemorativo y me invitaron a asistir. Se celebraba en una pequeña iglesia gris junto al río, con un tejado de metal corrugado y una cruz de madera barata con la pintura descascarillada. Me presenté allí. Llevaba un traje con una flor amarilla, como las que usan en Rusia para recordar a los seres queridos que han fallecido. Siempre me ha gustado eso. Amarillo, nunca negro.

»En las primeras filas estaban las dieciséis viudas de TauTona. Dieciséis rostros todavía deshechos. Y, ¿sabes?, se me ocurrió pensar para mis adentros: “Yo no puedo ser como ellas, no puedo cargar eternamente con esta fotografía dentro de mi cabeza. Con este pesar”; pensé: “Un día, no sé aún cuándo ni cómo, haré algo fabuloso, algo nuevo y maravilloso. Si consigo dejar atrás TauTona. Si no lo consigo, siempre quedarán diecisiete hombres enterrados ahí abajo”.

Volvimos en coche a casa, el silencio restaurado. Nos comimos entre los dos un pescado a la brasa y un pastel de postre. Después papá subió a su ático para realizar unos ajustes en su caña en base a las ecuaciones que había formulado mientras la probaba aquella tarde.

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