Cama

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Lou arrojó un flamante dos de corazones sobre el suelo de la tienda que hizo reflejarse la luz de la linterna contra su barbilla, dándole el aspecto de un botón de oro. Estaba boca abajo y se apoyaba sobre los codos. Me encantaba contemplar sus hombros y su escote, las formas de sus huesos, la rampa de esquí que formaba su espalda, desde el cuello a los glúteos. Me encantaban sus tres lunares, una constelación en su mejilla.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —me interpeló.

—Por supuesto.

Di por hecho que se trataría de Mal.

—¿Por qué sigues aquí?

Arrugué la nariz y me pasé la lengua por el esmaltado envés de los dientes. En una ocasión Mal me preguntó exactamente lo mismo, y yo estuve vacilando mientras la respuesta escapaba a mi alcance. «¿Es porque estás enamorado de Lou?», inquirió. Y yo asentí. Se me rompió el corazón. El cerró los ojos.

—Podrías marcharte —estaba diciéndome ella.

—Lo sé. Cuando me diese la gana. —Seguíamos sentados, atrapados en el tiempo y en la conversación. Juntos—. También tú podrías marcharte.

—Ya lo he hecho.

—En realidad, no. Los testarazos de una mosca aprisionada en las capas exteriores de la tienda.

—Los dos somos libres de irnos —dije—. Necesitamos algo significativo que nos saque de nuestra órbita.

—¿Como un asteroide?

Percibí en su voz la misma tristeza que en la mía. Se había filtrado en nuestra piel: la voluntad de escapar y la impotencia de realizarlo.

—Eso es. Como un asteroide.

Nos encontrábamos inmersos en aquella calidez cuando Mal salió a colación, pero ella estaba ciega, era incapaz de ver lo que se ocultaba a la sombra de su vientre en expansión: yo. Había llegado el momento, pensé, de darle a entender que yo podía ofrecerle la misma calidez.

—Lou... —comencé, pero ella no advirtió que iba a hablar y me interrumpió.

—Supongo que soy más parecida a mi padre de lo que creía.

El miedo hizo mella en mí y la confianza que había logrado reunir unos segundos antes se deshinchó, quedó ajada y murió. Igual que su padre, ella no le había entregado nunca su amor a más de una persona y no tenía ni idea de cómo hacerlo. Yo tampoco. Eso es lo que nos unía inexorablemente.

—Lo quiero —afirmó.

Amar a alguien es contemplarlo mientras va muriéndose.

Por lo tanto, nos quedamos flotando juntos en ese estatismo, durante días, semanas, meses y años. Lou encadenada a Mal, que acumulaba capas como una pastilla de jabón húmeda que va recubriéndose de burbujas; y yo atado a Lou, el metal de aquellas cadenas sólido y pesado. Estábamos esperando a que Mal tomase entre sus manos el candado, retirase la pestaña que cubría la cerradura y sacase la llave. Únicamente si se decidía a liberarla, tendría yo la oportunidad de sacarla de allí. Pasaría un brazo bajo la cara interior de sus rodillas, el otro haciéndole de reposacabezas, y podría llevármela. Lejos de la sombra que caía sobre mi rostro, le sería posible por fin ver el amor reflejado en él; me acariciaría el pelo y se daría cuenta del tiempo que había desperdiciado. Pero Mal no había hecho movimiento alguno. Y el tiempo que estábamos empleando en llegar a ese punto no hacía sino alimentar mi herida, que se hacía cada día más grande.

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