Cama

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Cuando llegamos a la puerta de entrada me siento mareado y revuelto, exaltado, aturullado por lo que me rodea y por la furiosa actividad de la cadena de montaje de mis pensamientos. «Un niño», pienso. Todavía sin rostro, irreal. Gravito aún por unos instantes.

Papá sigue arrancando las tejas una a una y tendiéndoselas a la gente que espera en el suelo de cemento contra el que mis blandos huesos se astillaron. La tienda de Lou aparece pisoteada, aplastada sobre el fango recién removido. Parte del gentío se apretuja contra la ventana del dormitorio con tanta fuerza que parece que vaya a romperlo de un momento a otro arrojando sobre Mal una nube de espadas de vidrio y esquirlas invisibles. Cada vez que papá saca una teja o arranca un trozo de tejado se oye una ovación entusiasta, las manos y los puños se alzan en el aire; gritos: «Mal, Mal, Mal». Es el Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared, y llega un camión de bomberos.

Apenas queda nada que sirva de techo a la casa. Mi padre a la cabeza de este impetuoso golpe de estado.

—¡Papá! —grito, pero no me oye.

Rebusco mis llaves en el bolsillo, las encuentro enseguida y obligo a Lou a entrar en casa; cierro la puerta a mis espaldas con tanta agitación que el mecanismo de relojería de mi respiración se confunde en la laboriosidad de una multitud de ruedecillas.

Mamá está sentada a los pies de la escalera de la buhardilla de papá, con la cabeza entre las manos; sin embargo, no llora, como esperaba. Dentro de casa, la algarabía del exterior es un estruendoso pateo. Levanta la mirada y sonríe al verme, al ver a Lou.

—Esto se acaba, ¿verdad? —dice—. Cuando te fuiste Mal nos dijo que esto era el final.

Lou se adelanta con serenidad, se pone de rodillas a su lado y la rodea con sus delgados brazos; mamá, a su vez, apoya la cara en su nuca. Parece tan vieja. Enjuta como un pergamino, como una telaraña; pequeña como una maqueta construida con cerillas.

—Quedaos aquí —digo mientras hago girar despacio y dolorosamente la quejumbrosa arquitectura de mis huesos.

Abro la puerta del dormitorio, vacilo, tiemblo, recupero el equilibrio, entro con lentitud. No soy capaz ni de percibir mi propio dolor de cabeza por culpa del bullicio al otro lado de la ventana. El furor de la gran revelación, el fuego decisivo.

No doy crédito a lo que veo cuando entro en el cuarto. El ruido se disipa, queda amortiguado: solo lo escucho a él. A Mal.

—Hola —dice.

—Hola.

Nuestras voces suenan idénticas.

Una especie de fajas enormes de un material sólido emergen de debajo de las cuatro esquinas de su cama, uniéndose en un gancho que pende del techo en forma de pirámide. Alrededor de su cuerpo, rebosante a lado y lado, cuelgan michelines como chorretones de glaseado chapucero sobre un pastel. Alza la vista, sigo la dirección de su mirada y veo que el gancho está unido a una cadena que desaparece por un agujero recién practicado en el techo, hacia la buhardilla. Pero ahora la buhardilla ya no tiene tejado, y podemos ver el cielo y a papá, moviéndose sin descanso, apartando aún las tejas y arrancando el techo bajo sus pies. Descubrimos una estructura de tubos metálicos integrados en las tuberías y tabiques de la casa, extendidos por las paredes y los suelos como un esqueleto. El trabajo de toda una vida. Todo aquel ruido durante aquellos años. Lo contemplamos desde abajo, tirando de los plafones; los pedazos de yeso y madera caen flotando por el aire y aterrizan como nieve sucia sobre la gigantesca meseta de carne rosácea de Mal.

Me desplomo en el suelo. La casa tiembla a nuestro alrededor mientras el techo desaparece lentamente y el estruendo alcanza niveles de erupción volcánica. Le tomo la mano a Mal y él hace lo que puede para apretar sus gordos dedos en torno a mi muñeca, pero no encuentra fuerza suficiente, solo un reflejo artrítico. Las cuatro bandas elásticas que sujetan sus brazos aprisionan ahora los míos al tensarse y estirarse bajo la acción del gancho. Casi puedo oír el trepidar del corazón de mi hermano y lo acelerado de su respiración, como un viejo motor de vapor, una máquina reventada mucho tiempo atrás. Está llorando. Apoyo la cabeza sobre su amplio pecho y él tiembla y se estremece en su media tonelada de grasa como un niño atrapado en el interior de un monstruo.

Oímos el yeso resquebrajarse hasta que lo único que nos separa del cielo es una estructura de metal, cadenas, poleas, tubos, ruedas, sogas, ganchos y papá, que desvalija su buhardilla. Una proeza de la ingeniería moderna. La multitud que rodea la casa produce electricidad a fuerza de vociferaciones; echan la casa abajo.

Mal me sostiene como puede. La luz verde del contador de la pared, que ahora cuelga de la gigantesca araña de metal, me permite ver su rostro petrificado.

—¿Por qué? —le susurro al oído. Se esfuerza por sujetarme. Le resbala una lágrima por la mejilla y se evapora; me inclino hasta apoyar mi oreja helada contra su cálida boca jadeante. Noto sus labios húmedos pegándose a ella.

—Tú tenías a Lou.

—A quien tú amabas.

Estrujo su mano con más fuerza aún. La masilla de su carne forma salchichas entre mis dedos, su piel arde, se le ponen los ojos en blanco.

—No intentes hacerme creer que has hecho todo esto por mí —murmuro mientras aplasto la oreja contra su boca pegajosa.

Por encima de la conmoción general, del agujero abierto en el tejado, los gritos de nuestro padre y el bullicio de la muchedumbre, lo que oigo son sus sollozos. Solo oigo a Malcolm Ede. Me habla. Puedo oler el ácido caliente de su aliento aterrorizado.

—No era capaz de conformarme con una vida repleta de conveniencias. Ahorrar, pagar facturas, alimentarse, trabajar. Y esperar para comenzar a vivir.

Oigo sus estertores.

—Esto tampoco ha sido vivir —le replico—. Para ninguno de nosotros: has convertido a mamá en una esclava y a papá en un recluso. Lou era la única persona que te importaba, y yo no podía tenerla precisamente por eso.

Me agarra con más firmeza. El colchón, un amasijo mugriento rojo y marrón, se balancea a merced de los ganchos y las cadenas. Papá se coloca junto a una manija y comienza a hacer girar una rueda por encima de nuestras cabezas. Gritos, aullidos, chillidos.

Acerco mi boca a su oreja.

—Has destruido a esta familia.

—No —responde—, la he salvado.

Apoyo mi frente contra la suya. Sigue hablando: —Cuando los pingüinos emperador se arraciman unos contra otros para calentarse durante las tormentas heladas de invierno, adoptan la misma postura que los legionarios romanos. Hacen turnos para cambiar de posición: los pingüinos que estaban en la parte de afuera se refugian en el centro, a resguardo del frío, y los pingüinos que ya se han calentado ocupan su lugar, igual que los ciclistas que asumen temporalmente la cabeza del pelotón. Y lo hacen porque es lo mejor para la familia.

La cama se eleva, levita aparentando ligereza. El corazón de Mal bombea sangre a toda prisa. Levanta una mano fofa hasta su pecho, tan al centro como le permite la masa de su brazo, y sus dedos gordos masajean la piel moteada como si así pudiese resetear el mecanismo palpitante.

—He mantenido ocupada a mamá veinte años, amando a alguien. Eso ha conservado su vida.

—¿Y papá?

—Míralo.

Allí está, manipulando las ruedas de su grúa. Es la viva imagen de la alegría. «Una nueva fotografía.»

—A ti te he entregado a Lou —dice Mal. Me quedo quieto.

—¿Cuándo?

—Ahora.

Cierro los ojos.

—¿Tú?

—Piensa en como habría sido mi vida Normal. Ahora mira a tu alrededor. Ahora estás en mi fotografía.

Noto sus labios apretados contra mi mejilla. Paso un brazo alrededor de su robusto cuello, me tumbo junto a su piel caliente, siento el estirón gradual del invento de papá al sacar a su hijo de la casa. El contador de la pared se apaga. Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Cuatro. Fuera, la barahúnda llega a su apogeo.

—Tengo miedo —me dice.

—No puedes tener miedo —el esfuerzo hace que unas arrugas aparezcan en su cara—, ahora eres tío.

Le beso la punta húmeda de la nariz, me bajo con cuidado de la cama, que se balancea a medio metro del suelo. Miro a papá. Está haciendo girar la manivela de la rueda que pone en marcha todo este complejo mecanismo capaz de levantar al hombre de media tonelada en un espacio tan reducido; sonríe, se le ve vivo y satisfecho: está preparado por fin para que alguien vuelva a ocuparse de él. Pienso en lo bien que lo hará mamá y en la felicidad que esto va a reportarle. Es lo que siempre ha deseado.

Me alejo cuando la cama comienza a elevarse lentamente por encima de la casa.

Salgo por la puerta principal con Lou de la mano; las piernas han dejado de dolerme. No miro para ver a Mal salir de casa. Mientras volvemos juntos al coche, el pitido de la maquinaria se prolonga por un instante en el aire.

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