Cama

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Recordé que Mal estaba a punto de cumplir los cuarenta. Quince años en cama. Le compré una postal de felicitación que mostraba un mono colgado boca abajo con un gorrito de fiesta. Fumaba un puro, aunque no fuese lo más recomendable, y enseñaba unos dientes de color malva. Durante la cena la puse sobre la mesa y esgrimí un bolígrafo con la punta acerada y oleosa. Escribí: «Feliz cumpleaños, Mal». Norma Bee dibujó un par de pies gordezuelos que sobresalían por el extremo de una cama y los remató con su rúbrica, una curva y un punto. Saqué a pasear al perro, y cuando volví el sobre estaba cerrado y el bolígrafo colocado en su sitio. Más tarde lo sostuve a contraluz y traté de leer lo que había escrito Lou, pero los renglones estaban solapados unos sobre otros a causa de las dobleces del papel. Prometí echar el sobre al buzón al día siguiente y comencé a barajar la idea de abrirlo al vapor. Finalmente no lo hice. Nos pasamos el resto de la tarde hablando sobre nuestros hogares y sobre lo poco que debían de haber cambiado en los cuatro años que llevábamos fuera. Ellos se encontraban tan suspendidos en el tiempo como nosotros.

—¿Cómo está tu padre, Lou? —preguntó Norma Bee.

—Feliz —respondió ella, también feliz ante la idea. —¿Y tu madre?

—¿Mi madre? —respondí después de vacilar unos instantes; hablábamos tan poco de ella que no recordaba que la de Lou había muerto. Sobre mí se cernió una oleada de pena. No había pensado en ella tanto como debiera—. Está bien —añadí sin demasiada seguridad.

—¿Tú crees? —quiso saber Lou.

El tono de su pregunta hizo que me sintiese molesto: el picor que precede a una inflamación.

—Sí.

—¿El Síndrome de Estocolmo está bien?

La comezón se encendió y empezó a escocer.

—¿Cómo?

—Los rehenes se sienten dichosos solo por contar con un techo y ropas limpias. Eso no quiere decir que estén bien.

—La verdad es que tú no estás muy capacitada para decir eso, Lou —salté.

Se enderezó en su silla, sorprendida. Deseé rectificar de inmediato, pero una salmodia interna había comenzado en mi interior y no conseguía aplacarla; la culpaba de haberse liberado y, sin embargo, no ser mía: todo aquello se agazapaba entre mis labios coléricos, furibundos.

—Tú no te marchaste tan fácilmente, ¿verdad?

—¡Pero me marché! —replicó alzando la voz, dolida. El grito que precede a los fuegos artificiales.

—¡Yo diría que no es una cuestión de geografía! —La frase explotó en el aire.

—¡Chicos! —intercedió Norma Bee. Los susurros de la muchedumbre al primer resplandor en el cielo.

Lou se encerró en su mutismo, la mirada fija en sus rodillas. La relación entre ella y mi madre siempre había traído consigo un sinfín de suspicacias; no eran capaces de considerar lo que tenían en común: gemelas eternas viviendo una tan cerca de la otra. Las dos lo amaban. Eso les conté a Lou y a Norma Bee sobre mi madre. Se había pasado toda su vida en aquel chalet (igual que yo hasta que cumplí los treinta y seis años). Su padre abandonó a su familia cuando ella era pequeña. De mi abuela sabía un poco más, aunque se tratase de recuerdos deshilachados, debido a su senilidad. Aún vivía cuando yo empecé a tener uso de razón; aunque entonces la suya había comenzado a debilitarse. Sus conexiones neuronales eran ya carreteras fuera de servicio.

Mamá se hizo cargo de ella durante los años que siguió con vida. La recuerdo arrodillada en el suelo con los pies de la abuela colocados sobre los muslos, remojando aquellas frágiles callosidades con agua y jabón. Contemplando cómo se extinguía la llama de aquella bujía marchita. Las últimas palabras que le dedicó a su hija constituían el hurra definitivo de su mente: «Siempre has sido estupenda conmigo».

—Le gusta cuidar de la gente. No estoy seguro de que sepa hacer otra cosa —seguí diciéndoles.

Ni Lou ni ella tenían ni idea de lo que se asemejaban la una a la otra.

Lou se levantó de su silla y se sentó a mi lado en el porche. Me besó en una oreja.

—Perdona, no quería decirlo de esa manera.

Entrelacé mis dedos con los suyos como si fueran las mandíbulas de una planta carnívora.

—Tranquila, no pasa nada.

Norma Bee contemplaba las nubes sobrevolándonos. Buitres en las alturas.

Mal, Norma Bee y Lou representaban para mí una misma cosa; no obstante, el primero perseguía un propósito, la segunda lo había perdido y la tercera aún tenía que encontrarlo (a pesar de que lo tuviese sentado a su lado y le estuviese estrujando la mano). Me di cuenta de que estaba pensando en él. Mal permanecía entre nosotros dos como el espacio vacío entre dos imanes, pero yo había conseguido empujarlo lo suficientemente lejos.

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