Cama

Cama


CAMA » 67

Página 71 de 89

6

7

Fue entonces cuando llegó una carta para Lou, con un matasellos austero, británico. Dentro encontramos un boceto de Rebecca Mar desnuda. Sujetaba con las manos una capa de seda color esmeralda sobre sus hombros, pero por lo demás, estaba desnuda. Sus pechos estaban circundados por unos arcos de sombra. Unos matices grisáceos caían en forma de triángulos sobre su abdomen, confiriéndole ese aspecto romo de los cuerpos de mediana edad, cuando los músculos comienzan a perder su firmeza. Aparecía de pie en la entrada de la cocina del padre de Lou y, detrás de ella, se podían ver las flores del jardín estirando sus tallos para alcanzar a las avispas.

«Querida Lou», comenzaba al dorso en un garabato entretejido y alargado en filigranas de tinta con una pluma que destinaba a la caligrafía:

Te escribe tu padre, como es obvio. Espero que los dos sigáis bien por allí. Me gustaría poder ir a visitaros. Así le daría las gracias a Norma Bee por las recetas que me envió. ¡Eh, adivina! He vendido uno de mis dibujos. De Rebecca, claro. Uno sencillito: aparece ella tendiendo la ropa en el jardín. Lo hice más o menos cuando dibujé este que te envío aquí, pero no recuerdo cuál terminé primero. Tampoco me pagaron demasiado, un par de libras. Fue un compañero del taller de dibujo del natural, me pidió que se lo vendiese porque le serviría para aprender (acaba de empezar) sobre perspectivas y tal. No es demasiado habitual que se apunten hombres, la mayoría de los alumnos son señoras mayores. Fue un poco embarazoso... ¡me hizo firmárselo! No podía negarme, ¿no? Incluso le ha pedido a Rebecca que le sirva de modelo. Pagando, claro. Por lo visto está podrido de pasta. Pero a Rebecca eso no le importa: el dinero es dinero.

El otro día fui un momento a visitar a la familia de Malcolm. Una locura. Tu tienda sigue allí, para que te hagas una idea.

Vi cómo Lou formaba su nombre con los labios. Se detuvo un segundo entonces, pero no habría sabido decir si se debía a un punto o a una coma. En fin.

Eso es todo. Te quiero, escríbeme. Dime cuándo crees que sería buen momento para ir a veros, si a Norma no le parece mal.

Dale recuerdos a todos de mi parte,

Papá

—Parece que está bien, ¿no?

GDF murió repentinamente aquella misma semana mientras enseñaba a su nieto a jugar a baloncesto en la calle de delante de su casa. En el funeral, su esposa me pidió que me hiciese cargo de la carnicería. Acepté, de entrada, y lo hablé más tarde con Lou y con Norma Bee en un bar a la salida del banco. No les comenté que ya había respondido afirmativamente, pero de todas formas ellas estuvieron de acuerdo. Aquel era nuestro hogar desde hacía mucho tiempo, y nos quedaba mucha vida por delante allí.

Cada mes llamaba a casa desde el salón mientras miraba a Norma Bee y a Lou afuera en el jardín. Me sentía fatal antes y durante la conversación, pero intentaba reponerme cuando devolvía el aparato a su gancho. A continuación tenía que resumirle a Lou lo que me habían contado. Intentaba hacerlo de la manera más aburrida posible, tan llana e insípida como una burbuja de harina cruda en un bizcocho. No aludía a la celebridad de Mal, ni al hecho de que se hubiera organizado una fiesta fuera de casa por su cuadragésimo cumpleaños a la que asistió un montón de gente que ni siquiera lo conocían. Día Cinco Mil Cuatrocientos Setenta y Cinco, según el contador instalado en la pared. Tampoco mencioné que había alcanzado los cuatrocientos doce kilos de peso.

Me sentaba en la cama y le explicaba que, sencillamente, Mal seguía con lo suyo, que papá seguía en la buhardilla y que mamá seguía siendo mamá. Trataba de encauzar el tema hacia nosotros dos.

—Por lo visto, en dos años cumplo los cuarenta.

Ella soltó una risotada, se dio cuenta de que a mí no me hacía gracia y me pidió perdón.

—Sí, y llevo tiempo pensando... hay cosas que deseo y que no tengo. Y creo que ya tengo edad para tenerlas.

Me rasqué la barbilla. Ella me miró con atención.

—Sigue... —dijo.

Entonces Norma Bee nos hizo salir afuera.

Nos la encontramos en el patio, metida en un barril gigantesco; estaba pisando uvas con sus pies descalzos y tintados de rojo. Anochecía. Los contornos que conocíamos durante el día eran en ese momento una versión puntillista de sí mismos. Norma se dirigió hacia su caballete; no podríamos ver el cuadro hasta que estuviese terminado.

Lou se quedó junto a la mesa con un vestido blanco que le llegaba a los pies mientras secaba unas copas de vino con un pañito amarillo. Me la imaginé sentada con las piernas abiertas y acariciando con sus dedos las cuerdas perfectamente afinadas de una majestuosa arpa dorada. Le conté a Norma lo que acababa de explicarle a Lou respecto a mi intranquilidad.

Cuando habló, continuaba dándole algunas pinceladas a su lienzo. Realizó un par de inspiraciones profundas como para reunir fuerzas, igual que la dinamo de una bicicleta. Entonces comenzó.

—Mira, mi marido, Brian, que en paz descanse, no tuvo alternativa. No era un hombre sano. Los dos éramos grandes. Vamos, solo tienes que mirarme, no voy a ganar un concurso de belleza. Comíamos bien, tres veces al día; me encantaba hacerle la comida, ¿sabes? Me encantaba hacer cosas por él, cualquier detalle, hasta que un día no tuve otra opción: Brian ya no podía ni moverse. No podía ir a trabajar, se había puesto demasiado gordo. Era guardia de seguridad. Desde luego, no era el guardia de seguridad más veloz de la historia, pero no era alguien de quien uno pudiera escaparse fácilmente. Y de repente pesaba demasiado. No podía recorrer mucha distancia, ni siquiera caminando, sin tener que pararse a recuperar el aliento; así que lo despidieron, volvió a casa, se echó en nuestra vieja cama y allí se quedó hasta el día en el que me acerqué a la puerta del dormitorio con sus tortitas y su café del desayuno y me lo encontré muerto. Este es el destino que Dios le tenía reservado, y me parece bien porque también es el que me tenía reservado a mí. Yo nací para cuidar de Brian. Para alimentarlo y cuidar de él. El nació para que yo hiciese eso por él. Por eso estaba escrito que debíamos estar juntos hasta que Nuestro Señor decidió que era hora de llevárselo con Él. Así es como tenía que ser. Yo entregada a pintar su retrato y él entregado a comerse mi comida. Ese era el funcionamiento de nuestra reducida familia.

Bajé la mirada hacia la mesa repleta de viandas: salchichas de frankfurt y costillas, patatas, pollo frito —muslos, alas, pechugas—, salsas y bebidas carbonatadas. No tenía apetito, notaba el estómago hinchado y duro. Miré por la ventana el interior de la casa, los cuadros de Brian que invadían las paredes. Cada pintura era exquisita. Detalles en pastel de sus piernas, enormes y cuarteadas por la grasa en forma de larvas de un tamaño desmesurado; esbozos en acuarela de sus brazos macizos como sacos de boxeo rellenos de paté; óleos de su grotesca barriga distendida, enmarcada a cada lado por unas tetas caídas y blandas como las orejas de un elefante viejo. Me entraron náuseas.

—Lou —continuó. Lou estaba delante de ella, apoyada con los antebrazos (de una elegancia increíble) sobre la baranda de la galería—: tú no eres como nosotras. No eres yo, ni eres la madre de Malcolm. Lo que tú haces no es atender a alguien, cariño: a lo que tú has dedicado los últimos quince años es a lamentarte. Tu problema es que Malcolm no llegó a morir. No te ha permitido entregarle a otra persona el amor que tenías reservado para él. «A mí —pensé—, a mí.» ¿Qué quieres hacer, cariño, esperar a que muera?

Lou sollozaba, como una corneta con sordina. Apreté la oscura madera de la silla hasta dejar las marcas de mis uñas. Dirigía rayos implorantes al interior del cerebro de Norma Bee como un marionetista telépata. «Vamos —suplicaba—, sigue.»

—No quiero que esto te siente mal, cariño —insistió. Las pisadas de color uva se esparcían por las tablas del suelo—, pero créeme cuando te digo que sé por experiencia que las cosas que deseas no aparecerán de repente cuando él se haya marchado. Tienes que darte cuenta de que en realidad ya lo ha hecho.

Dicho esto, Norma Bee volvió a entrar en aquella casa que habría deseado más que nada en el mundo legar a una hija. Me habría gustado besarla, darle un beso en aquellos labios esponjosos.

Lou no se acercó a mí, no se lanzó a mis brazos. Las nubes no se disiparon, no cayó sobre mí un haz de luz desde lo alto del firmamento. Así que le dije (aunque no era lo que en realidad sentía):

—Lou, no puedo seguir con esto. —Ella levantó la mirada, la cara colorada y churretosa por las lágrimas.

Pensé en Sally Bay, la preciosa Sally Bay, la única novia que había tenido. En cómo la había abandonado sin planteármelo ni un segundo. Y temblé: estaba preparado para abandonar a alguien que ni siquiera me pertenecía a mí, sino a mi hermano; siempre le había pertenecido a él.

—Me marcho —dije, y recé porque eso bastase.

Me fui a la cama.

Ir a la siguiente página

Report Page