Cama

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En la extensión de terreno que había en la parte trasera de la casa de Norma Bee el techo de hojalata tintineaba bajo las gotas de lluvia, que lo golpeaban con fuerza como un chaparrón de agujas. El sonido era fantástico, tan intenso que en los breves períodos en los que no llovía, aún era capaz de oírlo. Llegaba tarde. Me había pasado media hora resguardado con el perro bajo el alero del porche, tratando de reconstruir mi cara y decidiendo si debía contárselo o no a Lou. Estaba atemorizado ante la posibilidad de acabar con aquella felicidad que habíamos alcanzado.

Aparté la colcha y me metí en la cama como si fuera la primera vez. Olía agradablemente a limón y lavanda. Su cuerpo había calentado las sábanas.

—¿Te has mojado? —me preguntó medio dormida.

No se dio la vuelta, pero me di cuenta de que estaba enfadada. Me estiré a su lado y me arqueé hasta que me quedé en la misma postura que ella, encajados el uno en el otro como el juguete de un niño. Mi mano reposaba sobre su muslo y hocicaba con la nariz en su melena.

—Un poco.

—Pues sigues mojado, capullo.

—Lo sé.

Se frotó un pie contra el otro para calentárselos y los metió entre mis pantorrillas cuando vio que no daba resultado.

—Norma ha terminado nuestro cuadro. ¿A que no te has dado ni cuenta?

Me incorporé: sobre el cabecero de la cama estábamos Lou y yo en capas de óleo apelmazado, en bloques compactos de color. Aparecíamos en el porche, ella con un ligero vestido blanco de tirantes que ondeaba en el aire y yo descalzo y sin camisa, solo con unos pantalones grises. Acaricié con un dedo vacilante el punto donde el pelo le tapaba el cuello. En el ángulo inferior derecho estaba escrito el nombre de Norma Bee con un pintalabios del violento color rojo de una llaga. Ambos convinimos en que era una maravilla.

No le conté lo de Mal. En lugar de eso hicimos el amor por primera vez bajo el retrato.

Después, mientras ella dormía, estuve contemplando al perro a través de la ventana; jugueteaba en medio de la hierba, se revolcaba y se sacudía sobre la superficie resbaladiza con la lengua colgándole a un lado de las fauces, las orejas tiesas. Meneaba la cola como el limpiaparabrisas de un coche, llenando el aire de rocío en suspensión: la estela de un fueraborda. Me entraron ganas de hacer lo mismo.

En ese momento me reafirmé en mi determinación de no contarle nada. Dejé de llamar a casa. Los días serían mejores sin noticias.

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