Cama

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Observé mi reflejo. La barriga me caía sobre los muslos; el ombligo me hacía un guiño, un párpado caído en medio de mi abdomen. Mis hábitos de sueño y alimentación se habían acomodado sin dificultad al satisfactorio triunvirato del amor: comer, dormir, amar. Me había dilatado como un pedazo de acero cocido al sol durante un año. Vi a Lou en el espejo, acercándoseme con sigilo. Me besuqueó el hombro y me lamió, trazando un zigzag hasta la juntura de la axila, donde la carne había comenzado a mullirse.

—Me estoy poniendo gordo.

Ella se dio una palmada en su liso y precioso vientre.

—Yo también.

—No, tú no —dije, y besé su oreja izquierda; una bengala de emergencia plateada brilló en aquella zona concreta.

Norma Bee había salido temprano de casa, pero su coche seguía arrojando sombra sobre el polvo marrón de la calle. Cogí mi delantal recién lavado de entre el montón de ropa de la cesta de la colada y forcejeé tratando de encontrar las cintas a mi espalda. Lou me las ató con firmeza y me colocó la redecilla de carnicero en la cabeza. Juntos hicimos una lista; ella escribía:

Entrecot.

Chuletas de cordero.

Riñones. Salchichas.

Cuartos traseros, si quedan.

Chuletas de cerdo (bolsa grande).

Besos,

Lou.

Le prometí que no se me olvidaría traer el pedido esta vez. Lou aprovechó que tenía el bolígrafo en la mano y, con el extremo chato, abrió los sobres de las facturas. No hicimos ninguna alusión a lo que habíamos hablado la noche anterior, borrachos y con la risa tonta. Aquello sobre las estrellas colgando de cuerdecillas desde el techo, lo de la enorme cuna de madera. A Lou le había fascinado la idea de los dibujos de animales salvajes, tigres y leopardos sin colmillos que yo mismo (bromeé) podía pintar en el techo. Una fantasía que tenía lugar dentro de nuestra propia fantasía.

Me marché al trabajo con la lista doblada en mi bolsillo. Con el bolígrafo todavía en la mano, Lou cogió un folio del cajón del escritorio. Mordisqueó el capuchón del boli; las marcas de sus dientes brillaron en el plástico al reflejar la luz de la bombilla cuando la saliva descendió hasta las melladuras. Reflexionó un instante y sonrió. Escribió «Querido Mal». En diez minutos había terminado.

Lou llevó la carta a la oficina de correos que estaba junto a la carnicería, donde la cola formada gracias al «Día de la casquería a mitad de precio» llegaba hasta la calle. Al salir, nos comimos juntos unos tacos envueltos en queso dorado y se encaminó de nuevo a casa para echarle a Norma Bee una mano con la cena.

Al regresar por la tarde, el botín pringoso dentro de la bolsa humedecía el plástico tibio. El coche de Norma Bee, sucio y agotado, dormía profundamente. Dos gatos echados cachazudamente debajo iban cambiando de postura siguiendo las evoluciones de la sombra. Abrí la puerta. Lou estaba en el sofá, sentada junto a un hombre de piel marfileña, arrugada como si se la hubiesen dejado caer de mala manera sobre el esqueleto. Su cabello lacio caía en cableados de alta tensión, rozando las cuencas hundidas de sus ojos. Aún no lo había visto nunca en persona.

—Este es mi padre —dijo Lou.

No necesitaba que me explicasen que Norma Bee había ido a recogerlo al aeropuerto.

Se sirvió la chuleta de cordero a la brasa en su plato como un general que estuviese decidiendo la disposición de sus tropas en el gabinete de guerra, sobre un mapa de Europa, y condenándolas a una muerte segura.

Lou lo condujo a nuestra cama y se reunió conmigo fuera; un cigarrillo mojado me colgaba de los labios como un termómetro. Me contó lo que colegía de sus tristes susurros de explicación, el oro falso que había conseguido cribar. En su atención —ahora dividida— pude apreciar hasta qué punto su padre le parecía abatido. Esto le restaba viveza a nuestra relación.

—La pilló con aquel compañero del taller de dibujo del natural. El empezó a ir por casa como habían quedado, fue dejándose caer con cualquier pretexto: un regalito, había encargado un juego de lápices y le habían traído dos... Se los encontró bajo las sábanas que protegían los muebles de las manchas de pintura.

—Pobre diablo —dije.

El suelo de Norma Bee crujió. Los gatos gimieron, primero de placer y después de dolor.

Me imaginé su casa, los retratos de la pared reducidos ahora a jirones. Las partes de su cuerpo troceadas en pedazos minúsculos en el suelo, las fotografías más pesadas que habían reunido juntos. La víctima dibujada de un asesinato.

—Me necesita —comentó Lou.

—Yo te necesito.

Reconozco que me comportaba de una manera intransigente y egoísta, pero mi ímpetu era imparable.

—Soy toda su familia.

—Yo soy tu familia.

—¿Quieres que lo deje tirado? ¿Es eso lo que me estás pidiendo?

—No, claro que no.

—¿Entonces?

—No sé.

—Se va a quedar solo una semana. Lo había organizado con Norma como una sorpresa.

Las partes desmanteladas del robot que era ahora su padre yacían esparcidas por el suelo de nuestro dormitorio, la tienda de reparaciones del único mecánico que podía reconstruirlo.

Lou volvió con su padre. Cuando asomé la cabeza por la puerta, estaba dormida en la silla de mimbre que yo le había acercado a la cama, donde apoyaría la bandeja del desayuno a la mañana siguiente. Recordé el ruido de los ronquidos de Mal. Me parecieron carcajadas ultramarinas.

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