Cama

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El padre de Lou permanecía en la cama durante el día y apenas se levantaba por la tarde más que para cenar. Una feroz depresión lo tenía apresado entre sus mandíbulas y lo revolcaba en el cenagoso lecho de su cama como un cocodrilo. Él no oponía resistencia. Aquello había ahogado cualquier sentimiento que pudiera tener al respecto, lo había desconectado de la experiencia. La gran hazaña de enamorarse de Rebecca Mar lo había hecho emerger demasiado rápido de las profundidades y ahora sufría una brutal descompresión: la tristeza era la burbuja de oxígeno en su cerebro. Se hundió hasta el fondo, donde los reptiles se abalanzaron sobre él. Ya no sería capaz de subir a la superficie nunca más.

Lou le hacía compañía allí abajo y trataba en vano de arrancarlo del barro que lo mantenía varado en el suelo. Se balanceaba en su silla en equilibrio sobre dos patas. El perro dibujaba líneas en su muslo con el hocico. El transcurso del tiempo exhalaba un perfume de miseria: un sueño que estábamos disfrutando y que súbitamente se desmorona a una gran distancia de nuestro recuerdo.

—Tengo que conseguir que vuelva a estar bien —me dijo.

Pasó la palma de su mano por mi nuca. El vello se me erizó.

El perro dio un salto y aterrizó sobre una mosca. La mató. Se lamió las astillas de mimbre que se le habían quedado adheridas a las patas.

—Lo siento. No puedo permitir que pase de nuevo —continuó.

Podía sentir la fuerza gravitatoria de la órbita de Mal atrayéndome hacia sí; el padre de Lou era el testigo que había de recoger información antes de emprender el largo viaje de vuelta a casa.

—Quédate aquí en Akron conmigo. Con tu padre. Podemos comprar una casa más grande. Podemos tener niños.

—¿Por qué íbamos a desearlo siquiera, si hacerse adultos es esto? —dijo ella.

Sonaba igual que mi hermano.

—¿Te quedarás?

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