Cama

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Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared.

El sol empieza a caer y nadie se da cuenta de que me pongo el abrigo. El día me ha dejado exhausto. La visita de Lou, la entrevista, la pelea, la gente en el jardín (todavía hay algunos rezagados). Me duelen las piernas, atravesadas todavía por los clavos de metal.

Mamá sigue aplicando la pomada antiséptica sobre las marcas que han quedado en la piel de Mal. Se está riendo aún de Ray Darling, se parte de risa recordando lo que ha sucedido hoy, pero su peso de cinco elefantes recién nacidos le oprime los pulmones de manera que no acierta a emitir la carcajada a la primera. Está tan concentrado en ello —mamá sigue con sus actividades de enfermera a su alrededor— que no me ve escabullirme hacia la puerta.

Papá está en el césped, frente a la tienda vacía de Lou. Ha interrumpido el afanoso estrépito de su buhardilla y está hablando con las diez o doce personas que siguen dentro de nuestra propiedad. Parece un predicador, con la gente apelotonándose a su alrededor así, en semicírculo. Hace un ademán en dirección a la ventana tras la que Mal yace expuesto como en un tanatorio. Gesticula vehemente con los dos brazos.

Tampoco él se fija en mí cuando salgo renqueando a través del caminito del jardín hasta llegar a la calle. La luna está ya en lo alto. Su luz baña la caravana, el frío me lame la punta de los dedos. Camino con paso apresurado, pero con cuidado de no resbalar con las muletas. Deshago el camino que solía tomar Ted el Rojo para llevarme de vuelta a casa en su cochecito después del trabajo.

Cuando por fin doblo la esquina de la carnicería, el ansia comienza a retorcer su recia empuñadura de metal contra mí. Espero. La posibilidad de verla o de tocarla se transforma en una aguja insidiosa; me hace desear arrancarle una disculpa, una explicación. La aguja me dice que deje plantada a Lou, que no vuelva a verla jamás. Y sé que no puedo obedecerla.

La luz me golpea de lleno, como si fuese un criminal perseguido a lo largo del muro de la prisión de la que trato de escapar. Son los faros de un coche que se acerca y aparca enfrente de mí. Los haces me ciegan. Me muevo con cautela sobre mis muletas, me arrastro muy despacio fuera del foco —un pie delante del otro— y llego hasta la ventanilla del lado del conductor, que baja para saludarme.

—Hola —dice Lou. Está más mayor, pero su voz sigue atrapada en el tiempo.

—Hola —respondo.

Soy un libro de texto con páginas ensuciadas, maltratadas; estoy repleto de preguntas.

—¿Qué te ha pasado en las piernas?

El coche huele a nuevo.

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