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1 CAMERON

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CAMERON

 

 

Edimburgo, Escocia, 1867

 

M e acurruqué en un rincón y aparté las ratas que se subían sobre mí; las odiaba, a pesar de vivir con ellas. A mi alrededor todo olía mal, y de nuevo quise llorar; no sabía por qué estaba en la calle ni dónde se encontraban mis padres, a lo mejor había sido un niño malo y por eso ellos no me quisieron. Limpié una lágrima que rodó por mi mejilla y me apresuré a tomar un trozo de pan duro que un transeúnte lanzó cuando pasaba antes de que mis compañeras me ganaran. Lo comí con avidez, y sentí mi estómago contraerse; era la primera vez en varios días que ingería algún alimento. Las ratas comenzaron a acercarse y les gruñí sintiendo la furia recorrer mi cuerpo, las vi salir despavoridas en todas las direcciones y continué comiendo.

A veces no comprendía mi naturaleza, todo era extraño para mí, especialmente durante el día, cuando al salir el sol mi vista se nublaba y no podía ver; esos eran los momentos más aterradores y cuando más lloraba, desesperado, por no tener a nadie que me ayudara. Había aprendido a esconderme, aunque también era consciente de que no importaba si me quedaba en el basurero, pues las personas solían pasar por mi lado sin apenas notarme, era como si fuese invisible. Incluso llegué a plantearme aquella teoría de que tal vez no me veían y por eso nadie intentaba ayudarme. Entonces decidí hacer una prueba y una noche, cuando vi pasar un hombre que parecía muy ebrio acompañado de una mujer, estiré mi mano y le pedí que me diera algo de comer. Él me golpeó y me llamó vagabundo. Así supe que no era invisible, al menos no de forma literal; lo era porque a nadie le interesaba verme, porque no tenía para ellos más importancia que cualquiera de las ratas que me rodeaban.

Terminé mi comida y me recosté mirando el cielo, me gustaba pasar el tiempo contando estrellas y tratando de adivinar cuántas había. A veces alargaba el brazo y jugaba a fingir que podía tocarlas, en esa tarea se me iban horas. Mis compañeras de hogar comenzaron a chillar mientras se peleaban por algo que habían hallado en la basura, las ignoré y continué contando las luces brillantes que iluminaban el firmamento. Escuché pasos, pero no le di demasiada importancia, aunque no solía pasar mucha gente por el callejón, tampoco era extraño que, de vez en cuando, una que otra persona se desviara por ahí para acortar el camino.

Vi tres sombras acercarse, y, en lugar de pasar de largo, se detuvieron frente a mí. Enseguida me puse en guardia y me levanté, los tres eran tan intimidantes que mis rodillas temblaron y sentí que me pondría a llorar a nuevo. Me moví, pegando mi espalda a la pared y los miré con terror; uno de ellos se separó del grupo y se acercó. Era muy alto, tanto que tuve que inclinar la cabeza por completo hacia atrás para poder mirarlo, vestía completamente de negro y su largo cabello flotaba en su espalda como una especia de capa. Inclinándose, se puso de cuclillas y me miró directamente a los ojos. Le gruñí, él me sonrió y en sus ojos logré vislumbrar algo que nunca antes había visto: compasión; aunque eso no me alivió mucho, y usando toda la rapidez posible me moví y corrí tratando de huir de ellos. Apenas había dado unos cuantos pasos cuando me atrapó.

—Tranquilo, amiguito, no queremos hacerte daño. ¿Dónde están tus padres? —Moví la cabeza negándome a hablar—. ¿Tienes hambre? —Esas palabras lograron captar mi atención y esa vez asentí.

—También necesita un baño, huele bastante mal y está muy sucio. Su cabello parece un nido de ratas —dijo otro, muy rubio y con unos ojos que me recordaban al hielo del invierno.

—¿Quieres venir con nosotros para que podamos conseguirte algo de comida? —preguntó el primero que se me había acercado.

Dudé unos segundos, tratando de discernir los motivos que tenía para querer ayudarme. Mi estómago escogió ese momento para gruñir, recordándome que aquel pequeño trozo de pan no me había saciado. Me vi asintiendo, no sabía por qué estaban siendo amables, pero no iba a negarme la posibilidad de comer.

Me llevaron con ellos y mis ojos se abrieron cuando ingresaron a un hotel, era un sitio al que jamás se me había permitido entrar, solo lo veía desde la entrada cuando los clientes que iban en sus carruajes elegantes se detenían ahí. El señor de la recepción hizo mala cara cuando me vio entrar.

—Ese zarrapastroso no puede entrar aquí, señor —dijo dirigiéndose al hombre que me había llevado.

—¿Quién va a impedir que entre? ¿Tú? —le preguntó él y vi al señor retroceder.

—Es que… solo los clientes pueden entrar —dijo tartamudeando.

—Ah, ¿sí? Qué bueno, porque él es un cliente, encárguese de que suban algo de comida a la habitación y mande un mensajero a que consiga ropa —ordenó, depositando dinero sobre el mostrador.

—Por supuesto, señor, ya mismo me pongo en ello.

Seguí a los hombres por la escalera hacia el segundo piso y allí cada uno fue en una dirección; él que me había llevado me hizo entrar en su habitación.

—Entonces, amigo, es hora de que te des un baño —me dijo, empujándome hacia otra puerta. Comencé a negar, asustado, no me había bañado en… bueno, creo que no me había bañado nunca—. ¿Acaso no sabes hablar? —preguntó frunciendo el ceño. Lo miré, pensando si salir corriendo de nuevo y como si leyera mi pensamiento, se puso frente a la puerta—. Ni lo pienses, ¿acaso te gusta vivir en medio de las ratas y sin comida? —su pregunta me despertó un poco.

—No, no me gusta.

—Parece que tienes voz después de todo —comentó con una sonrisa—. ¿Cómo te llamas? —Arrugué la frente y me encogí de hombros—. ¿No tienes un nombre? —Moví la cabeza en señal negativa—. ¿Y qué edad tienes? —Esa era otra respuesta que no conocía, así que de nuevo me encogí de hombros—. Bueno, eso sí que es un problema. ¿Qué te parece si buscamos un nombre que te guste? Por la edad no nos inquietemos, supongo que estarás en los seis o siete.

Nunca me había preocupado no tener nombre. ¿Para qué lo necesitaba si no tenía a nadie que pudiera llamarme por él? Pero en ese momento la idea me resultó llamativa, porque tener uno me convertía en alguien. Asentí, contento, porque por fin tendría algo que me pertenecería. Él se quedó pensando un rato, poniendo el dedo en sus labios, como si tratara de hallar el nombre correcto. De pronto su rostro se iluminó, como si la idea más brillante hubiese acudido a su cabeza.

—¿Qué te parece Cameron?

Lo medité un momento, repitiéndolo en mi mente. Cameron sonaba importante y enseguida me gustó.

—Cameron me gusta —dije con una amplia sonrisa.

—Cameron será entonces, ahora ve a bañarte antes de que traigan la ropa y la comida.

Mientras hablaba se movió hacia un armario y sacó una toalla, me la pasó y me dio un pequeño empujón en la espalda.

—¿Cómo se llama usted, señor? —pregunté antes de perderme detrás de la puerta.

—Alexy, mi nombre es Alexy.

Le sonreí y decidí que, ya que él me estaba dando tantas cosas, bien podía pagarle dándome un baño. Después de todo me había mojado muchas veces con la lluvia, otro poco de agua no me mataría.

 

A partir de aquel día mi vida cambió por completo. Alexy se encargó de comprarme ropa y comida, incluso me llevó a que me cortaran el cabello, que estaba bastante largo y enmarañado. Tres días después me dijo que tomaría un barco que lo llevaría a otro lugar, uno muy lejos de allí, y por un momento me sentí triste, pensando que volvería a mi antigua vida. Entonces, él me dio la mejor noticia: iba a llevarme.

El viaje en barco fue toda una aventura, durante el día estábamos encerrados en el camarote, pero en la noche podíamos salir y ver cómo el inmenso océano nos rodeaba. El viento agitaba mi corto cabello y mientras respiraba el aire salado, pensé que nunca había visto algo tan magnífico. Alexy se puso de pie a mi lado y acarició mi cabeza.

—¿Estás contento, Cam? —preguntó mirando en la misma dirección que yo.

—Lo estoy, nunca había sido tan feliz en mi vida. —Él sonrió y lo miré agradecido. Desde el momento en que me rescató del basurero no había sido otra cosa que amable conmigo—. ¿Sabes? Si tuviese un padre me gustaría que fuera como tú —dije expresando en voz alta mis pensamientos.

—Y si yo tuviera un hijo, me encantaría que fuera como tú —dijo, poniendo su mano en mi hombro.

Lo pensé un momento, dándole forma a una idea.

—Supongo que, ya que yo no tengo un padre y tú no tienes un hijo, podríamos convertirnos en eso el uno para el otro.

—Me parece una buena idea —respondió con una cálida expresión.

—A mí también me lo parece, papá.

Me acerqué a él y rodeé su cintura con mis brazos. La fortuna me sonreía: además de sacarme de las calles, Alexy se había convertido en mi padre.

 

 

 

San Francisco, Estados Unidos, otoño de 2017

 

Miré por la ventanilla del avión privado de Aidan a las oscuras nubes que poblaban la noche deseando que pasara el tiempo rápido y por fin aterrizara. Estaba ansioso y desesperado por regresar, un mes fuera era demasiado tiempo después de lo que tuvimos que pasar, estar de vuelta parecía casi un milagro. Todavía pensaba en las batallas que habíamos librado en las diferentes ciudades en las que estuvimos. No pude evitar que una sensación de fatalidad sacudiera mi cuerpo: el resultado final y las vidas perdidas estarían en mi memoria siempre, muchos humanos habían muerto a causa de los demonios que comenzaban a poblar la tierra. Luego de la muerte de Razvan, la calma había durado muy poco, él con su ritual hizo posible que esas sanguijuelas vagaran libremente por el mundo, ahora todos eran capaces de salir del infierno.

—¿Todo bien? —preguntó Aidan sentándose a mi lado.

—¿Tú? —pregunté de vuelta.

Lo vi soltar un largo suspiro mientras se reclinaba en su asiento.

—Llevo un mes sin respirar —dijo de forma solemne, refiriéndose al tiempo que llevaba separado de Abby.

—Ha sido complicado.

—Complicado ni siquiera se acerca, todos estamos ansiosos, comienzo a temer que, si no llegamos pronto, Marcus enloquecerá y cortará nuestras cabezas —comentó, haciendo un gesto hacia nuestro hermano, que estaba en el sitio más alejado con un gesto sombrío—. Alexy apenas habla y Tarek se queja todo el tiempo de que se ha perdido los mejores días de su hijo y que este no lo va a recordar cuando lleguemos, sin importar que le explique que el bebé apenas tiene cuatro meses, y que no hay forma de que lo recuerde. Sonreí sabiendo que nada de lo que le dijeran respecto al bebé calmaría la ansiedad de Tarek, él era nuestro hermano más testarudo y cuando se le metía una idea en la cabeza, no había forma de sacársela—. Tú también pareces estar deseando llegar, ¿alguna chica que te esté esperando? —preguntó de pronto.

Me removí en mi puesto y negué girando la cabeza para volver a mirar por la ventanilla.

—Ninguna chica, es solo que extraño estar en mi hogar.

—Todos extrañamos nuestro hogar, Craig.

Él seguía llamándome por ese nombre y aunque lo intentara, no lograba encajarlo en alguna parte de mi vida. No podía negar que era un gran sujeto que se esforzaba por llegar a mí, y no era que lo rechazara, simplemente me resultaba complicado haber encontrado a mi padre después de tanto tiempo, así que seguía intentando hacerle un espacio. Durante ciento cincuenta años Alexy había cumplido ese papel de forma impecable, todavía tenía el recuerdo del momento en que me rescató y me llevó con él. Nunca comprendí qué lo había motivado a hacerlo; después de todo él, Tarek y Marcus iban detrás de una venganza y un niño pequeño resultaba un estorbo; no obstante, jamás me hizo sentir como tal. Todo lo que era se lo debía a Alexy.

 

Mi cuerpo se relajó cuando escuché por los altavoces al piloto anunciar que pronto estaríamos aterrizando; las luces de San Francisco aparecieron a lo lejos y mi corazón se agitó de anticipación por el regreso. Los minutos parecían no correr cuando el avión comenzó a descender y por fin sus llantas tocaron tierra. El piloto se dirigió al hangar privado y cuando se detuvo, me lancé fuera de mi asiento, aunque parecía que yo no era el único apurado por salir, pues Tarek y Marcus estaban listos frente a la puerta y en cuanto esta se abrió, bajaron corriendo las escaleras. Henry nos esperaba al lado de la camioneta de Aidan, junto a la cual había otro vehículo. Se apresuró a saludarnos cuando nos acercamos.

—Señor, es un gusto tenerlo de vuelta —dijo estrechando la mano de Aidan.

—Lo mismo digo, Henry. ¿Cómo está todo?

—Tranquilo, señor, las chicas querían venir, pero las convencí de esperar en la casa, me pareció más seguro.

—Eso estuvo bien —aprobó, caminando hacia su camioneta—. ¿Vienes con nosotros, Craig?

Miré a Alexy y a los demás que se acercaban al otro auto.

—Supongo que iré contigo —dije, encogiéndome de hombros y sentándome en la parte de atrás.

Permanecí en silencio durante el trayecto escuchando cómo Henry lo ponía al día de todo lo acontecido en la casa los últimos treinta días. Recosté la cabeza en el espaldar del asiento y cerré los ojos, desconectándome de la conversación. No comprendía la felicidad que me invadía con cada kilómetro que nos acercaba a nuestro hogar, pero de alguna forma era como si el nudo que apretaba mi corazón se fuera aflojando a medida que acortábamos la distancia.

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