California

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VIII

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ejar de ver a Samantha fue para César un trago triste pero sin secuelas. Durante el curso siguiente —COU—, siguió saliendo los fines de semana y recibiendo halagos de sus admiradoras. Un viernes por la noche, en la nicótica penumbra del Dos —uno de los pubs de El Cuadro—, llegó incluso a besarse con Sara Dávila, la morena de ojos chispeantes que en su época de balonmanista le había cantado piropos desde el borde de la cancha. Pero aquel año su interés se centró de forma casi exclusiva en el baloncesto —acabó la temporada como máximo encestador histórico de su categoría, lo que lo convirtió, si es que aún no lo era, en una leyenda escolar— y en prepararse para el primer gran escollo de su vida estudiantil: la Selectividad. A la hora de escoger futuro, no dudó en decantarse por la opción más razonable. Él no era un viticultor de raza. El haberse criado entre viñas le había dado un lecho de conocimientos básicos. Sabía distinguir una uva tempranillo de una garnacha, o una Prieto Picudo de una Cabernet Sauvignon. Sabía cuándo a un tinto le faltaba cuerpo o le sobraba acidez. Sabía percibir en la copa aromas redondos como el regaliz, el roble o la vainilla, y otros más sutiles como el clavo o la piedra mojada. Pero no amaba la tierra. Carecía del instinto telúrico del abuelo Sean, quien antes de su primera cosecha ya había aprendido a diagnosticar a ojo la salud de los viñedos. Tampoco poseía la capacidad de su padre para predecir con tino el momento idóneo de la vendimia ni la innata curiosidad de Ryan y Miguel por los arcanos del vino. Para lo que sí tenía intuición era para los números. Por eso decidió estudiar Económicas. Su aportación al bienestar familiar no consistiría en cultivar las vides —eso lo harían sus hermanos—, sino en optimizar el rendimiento económico de la bodega. Era lo más lógico, pensó, y sus padres estuvieron de acuerdo. La universidad elegida fue la Pontificia Comillas de Madrid.

A Mercedes la conoció a principios de junio, en plena recta final de la Selectividad. Él y sus amigos llevaban todo el trimestre estudiando en la biblioteca de la Escuela Normal, en la plaza de España, un salón sombrío, forrado de libros hasta el techo, con un corredor elevado y un suelo de madera arcaica que no paraba de emitir lamentos. Eran casi las diez de la noche —la hora del cierre— y ya no daban más de sí. Habían llegado a las cinco y les costaba trabajo centrarse en los apuntes. Bromeaban en voz baja. Contenían ruidosamente la risa. Cuando alguien les llamaba la atención se callaban de repente, pero al poco tiempo volvían las bromas y las risas en sordina. Incapaz de retener un dato más, César arrancó una hoja en blanco de un cuaderno, hizo con ella una bola y se la arrojó a Sebas Redondo, que estaba sentado frente a él. La bola le dio en la cabeza. Luego trazó un arco en el aire y fue a aterrizar como un balón desinflado sobre el libro abierto de una chica de la mesa contigua. Al ver lo que había ocurrido, agacharon todos la cabeza y observaron a la chica de reojo, a la espera de su reacción. Ella contempló la bola de papel con una sorpresa serena. Luego alzó la vista y peinó despacio la biblioteca, sin enojo, como si quisiera localizar al dueño del proyectil no para reprenderlo, sino para devolverle lo que había perdido. Tenía la piel dorada, el cabello muy negro y unos ojos de agua que parecían al borde de un llanto sin pena. Cuando entendió que buscaba en vano, recogió sus cosas, agarró la bola de papel, apagó la lámpara y se dirigió hacia la salida pisando con precaución, para evitar que gimiera el suelo. Una vez en la entrada, dejó varios libros sobre el mostrador del bibliotecario y, abrazando la carpeta, escrutó de nuevo la penumbra amarilla. Entonces arrojó la bola de papel a la papelera y se marchó. Ante el asombro de sus amigos, César se levantó de un salto de la silla y salió corriendo tras ella. La alcanzó a la vuelta de la esquina, en el semáforo de la calle López Gómez.

—Lo siento. Espero que no te haya molestado —dijo.

La cercanía le permitió ver cosas que antes no había visto. La chica tenía los ojos de color caramelo y una boca carnosa, frutal, que le hizo suspirar por dentro. El sol ya se había ido pero su luz seguía prendida al aire, ni muerta ni viva, haciéndose sentir como un portentoso miembro fantasma. Vista desde su embocadura —donde estaba ubicado el semáforo—, la calle López Gómez semejaba un gigantesco embudo de alquitrán, casas y cielo, una gran perspectiva vacía, sin coches ni peatones, que vibraba en el ocaso como un espejismo.

—Llevamos toda la tarde estudiando y estamos un poco nerviosos.

La chica lo miró sin comprender.

—La bola de papel —aclaró César, y alzó el dedo índice para acusarse.

—No, tranquilo. No me fui por eso —dijo ella, sonriendo, y a sus ojos húmedos se asomó un brillo nuevo—. Tú eres César O’Malley, ¿verdad?

—Sí.

—¿No te acuerdas de mí?

César buscó su rostro en la memoria, pero no halló correspondencias.

—Soy Mercedes Cruz, la sobrina de Pelayo, el amigo de tu padre.

A la mente de César vino entonces una mañana estival de hacía nueve años. Al día siguiente él y su familia salían para California y Pelayo Cruz se había pasado por casa para despedirse. Llegó a la una, acompañado del menor de sus cuatro hijos y de su sobrina, una niña enclenque con coletas, ortodoncia y un vestido de tirantes, dos años más joven que César. «Solo me quedo un momento, que andaréis liados. Marta os manda un beso muy fuerte. Está en la piscina con el resto de la tropa», dijo Pelayo Cruz mientras Stephen O’Malley y Teresa Cueto le ofrecían algo de beber y lo invitaban a sentarse en el sofá del salón. A los niños los enviaron arriba, al den, a jugar con César y sus hermanos. De la hora que pasó con Mercedes, César guardaba dos recuerdos nítidos: lo mucho que se esforzaba en no sonreír, para evitar que se le viera la ortodoncia, y su desconcertante hábito de usar las cosas para lo que no eran. Se ató unas raquetas de tenis a los pies con las gomas del pelo y exclamó muy seria que era Amundsen —ella lo pronunció Almursen— conquistando el Polo Sur. Convirtió las troneras de la mesa de billar en garajes para los coches de juguete. Esparció tebeos abiertos por la moqueta y, simulando que eran el mar, se tumbó boca abajo y nadó a braza sobre ellos. Y al final, poco antes de que la llamara su tío, usó el mando del televisor como revólver en una refriega entre apaches y confederados. Se marchó a la carrera y sin decir adiós, dejando tras sí un desbarajuste digno de un vendaval y un vapor de jabón y colonia que tardó un largo rato en desvanecerse.

—Has cambiado mucho —dijo César, que, por más que lo intentaba, no lograba conciliar el rostro de la Mercedes de hoy, apacible y bello, con el de la niña hiperactiva que habitaba en su memoria.

—Tú también. Estás muy alto.

—Y tú muy guapa. ¿Vienes mucho a esta biblioteca?

—Bastante —contestó Mercedes, ruborizada.

Se quedaron en silencio, reconociéndose. César no quería decir adiós. Lo que quería era acompañarla a casa y ponerse al día, seguir hablando de lo que ambos habían hecho desde aquella lejana mañana de verano. Pero no se atrevió a proponerlo. Mercedes irradiaba una seguridad diáfana, de mujer que se vale sola, y César prefirió no arriesgarse a resultar impertinente.

—Bueno, pues me alegro de haberte visto —dijo, agachándose para darle dos besos.

—Y yo.

—Y perdona por lo de la bola.

—No pasa nada.

En cuanto la vio alejarse, César supo que había cometido un error. Habría sido mejor exponerse a una negativa, pensó, que ser tan prudente y acabar en el marasmo en que se encontraba ahora, pendiente de que el azar tuviera a bien hacerlos coincidir de nuevo. Entonces aparecieron sus amigos. Salieron de la biblioteca con los libros bajo el brazo y se acercaron a él sonriendo. Fede Santoña le entregó su carpeta.

—Toma, Romeo. ¿Todo bien? —dijo, mirando hacia Mercedes.

De toda la pandilla, Fede Santoña era el único que había vuelto a visitar a Davinia. Al principio se había conformado con el manoseo de pechos —«Es mejor que nada», decía con ironía, en alusión a su casto noviazgo con Susana Rojo—, pero la confianza de la reiteración lo animó a elevar sus exigencias. Del manoseo pasó a exploraciones más íntimas y, una vez iniciada esa senda, ya no hubo vuelta atrás. Acabó copulando con ella una vez a la semana en el colchón cuajado de lamparones, a quinientas pesetas el coito. Después de cada cita quedaba con la pandilla para contarles los detalles, como si el verdadero placer del sexo no estuviera en practicarlo, sino en describírselo a otros. Al final, como era de esperar, Susana Rojo acabó enterándose y rompió la relación con una escena memorable. Se plantó ante él en el recreo y, delante de todo el mundo, le asestó un bofetón pétreo que le hizo soltar el bocadillo de tortilla que estaba comiendo y apagó de golpe el murmullo adolescente de la plaza de Santa Cruz. «¡Putero!», exclamó fuera de sí y, arropada por varias amigas, se marchó llorando, tapándose la boca con la mano. Lejos de perjudicarlo, la fama de chico sucio que le deparó aquella ruptura ayudó a Fede Santoña a salir con chicas menos pudorosas que la media, lo que a ojos de la pandilla lo convirtió en una autoridad en asuntos de faldas.

—No te preocupes, volverá —vaticinó en tono solemne, poniendo la mano en el hombro de César.

Al contrario que Fede Santoña, César era de una discreción hermética. De Lisa McPherson había contado lo justo: que era su novia, que quería ir a verla en Navidades y, cuando le sobrevino el desastre, que las cosas no habían salido como él esperaba. De Samantha sus amigos no tenían noticia. La única persona que sabía de su amorío con ella era el primo Matthew, quien más de una noche había tenido que improvisar excusas para explicar su cama vacía a los monitores séniores. Con solo dieciocho años, César ya había sufrido un revés amoroso de consideración y disfrutado de once noches con una amante experimentada, pero no le molestaba que Fede Santoña, encumbrado en su falsa reputación de mujeriego canalla —lo cierto es que, pese al desparpajo de sus nuevas novias, no logró acostarse con nadie que no fuera Davinia hasta segundo de carrera—, lo tratara como a un neófito.

—¿Tú crees? —dijo, agachando la cabeza.

—Estoy seguro —contestó Fede Santoña.

Y tenía razón. Varios días más tarde Mercedes volvió a la biblioteca. Llevaba el pelo recogido y un vaporoso vestido blanco que le dejaba un hombro al aire y la hacía brillar como un fuego de Santelmo contra el fondo oscuro de las baldas. Se sentó sin dudar junto a César y, abriendo sobre la mesa una abultada monografía de Jackson Pollock, dijo sonriendo:

—Es mi pintor favorito.

Así dio comienzo su relación, su noviazgo largo y sin desvíos.

El día veintiséis César se presentó a la Selectividad y el dos de julio supo que había obtenido un nueve, una de las notas más altas de la promoción. Esa tarde se organizó una gran fiesta en la discoteca Boggie. Fue entonces, en pleno éxtasis de la celebración, cuando César besó a Mercedes por primera vez, delante de todo el mundo, con «Every Breath You Take» como música de fondo. Pocos días después se fue con su familia a California. Pasó el verano sin ganas, con un boquete en el pecho que lo teñía todo de ausencia y le impedía disfrutar como otros años de las bondades del valle. En agosto le llegó una carta de Lisa McPherson, la primera desde la debacle. Su impulso inicial fue arrojarla sin leer a la basura, pero le pudo la curiosidad. La abrió en la intimidad del cuarto de baño, mientras sus primos jugaban al fútbol americano junto a la piscina. A través de la ventana abierta llegaban hasta él sus voces vehementes y el golpeteo seco de los pases. El primer párrafo de la carta era un cúmulo de naderías, una deshilvanada sucesión de lugares comunes y disculpas por el largo silencio, sin más objeto aparente que allanar el camino para la gran noticia: había cortado con Mitch —el jugador de waterpolo— y extrañaba mucho a César. «¿Existe alguna posibilidad de que tú y yo volvamos a estar juntos, querido?», preguntaba con la afectación de costumbre. César se sentó en la tapa del inodoro y releyó la frase varias veces, al principio con incredulidad, luego con enfado. Hacía casi dos años que no sabía nada de ella. ¿Quién se creía que era para irrumpir ahora en su vida de esa forma? El enfado, sin embargo, duró poco. El humo de la irritación se desvaneció y dejó al raso los rescoldos del cariño. César se acordó de los andares etéreos de Lisa, de su piel canicular, de la mansión llena de fucsias en la que habrían podido vivir si aquel chico —Mitch— no se hubiera interpuesto en su relación. La ruidosa celebración de un touchdown lo sacó de su ensueño y le devolvió de golpe la cordura. Una indiferencia tranquila, sin vuelta de hoja, se impuso al enfado y la nostalgia. «¿Pero dónde está César? —gritó el primo Walter desde la piscina—. ¡Eh, César O’Malley, juegas o qué!» César dobló la hoja, la introdujo en el sobre y se quedó pensativo. Al cabo de unos instantes se levantó, bajó a la cocina, rompió la carta en cuatro trozos y la tiró a la basura. Lisa McPherson podía escribir todas las cartas que le apeteciera, decidió: él solo quería estar con Mercedes. Entonces salió de la casa y fue a jugar al fútbol americano con sus primos.

Durante el primer año de la carrera César se alojó en el colegio mayor Loyola, en una habitación espartana con muebles de aglomerado y vistas al paseo de Juan XXIII. El segundo, cansado de las constricciones de la vida colegial, dejó el Loyola y, con el beneplácito de sus padres, se mudó con dos compañeros de curso a un piso de estudiantes de la calle Ventura Rodríguez, en el barrio de Argüelles, a cinco minutos andando de la facultad. Pese a lo cómodo que se sentía en él y a lo mucho que la universidad de Comillas se parecía al colegio San José, no logró adaptarse bien a la capital. Comparada con Valladolid o con el valle de Napa, Madrid le parecía demasiado grande y nerviosa como para poder vivir en ella con un mínimo de sosiego. Y además le faltaba Mercedes. La echaba de menos todo el rato, con un rigor horadante que le quitaba el sabor a las cosas. Eso explica que durante los dos primeros cursos de la carrera saliese tan poco. Asistió a las fiestas del Loyola y de vez en cuando se dejó arrastrar por su pandilla de la facultad a los bares de Malasaña o a la discoteca Joy Eslava. Pero se trataba de evasiones excepcionales en una vida que, teniendo en cuenta su edad y sus circunstancias, no podía ser más moderada. De lunes a viernes asistía a clase, estudiaba, iba al gimnasio, jugaba pachangas de baloncesto —el deporte federado lo dejó para centrarse en los libros y poder ver más a Mercedes— y salía a correr por el parque del Oeste. Los viernes al mediodía, en cuanto sonaba el timbre de la última clase, se subía al coche —el Ford Fiesta azul que le había comprado su padre al cumplir los dieciocho— y se iba a Valladolid a pasar el fin de semana.

Todo cambió para mejor el tercer año. Mercedes superó la Selectividad con holgura y se esforzó en convencer a sus padres para que la dejasen cursar Historia del Arte en la universidad Complutense de Madrid. Era cierto que esa carrera la podía estudiar en Valladolid, sin necesidad de trasladarse a ningún sitio, pero quería especializarse en pintura del siglo XX y no le parecía lógico hacerlo, les dijo, en una ciudad que carecía de galerías de arte y pinacotecas. Sus padres tenían una confitería en la calle Divina Pastora que iba bien, pero no daba para dispendios, por lo que habrían preferido que su hija siguiera el ejemplo de sus dos hermanos mayores e hiciera la carrera en casa. Al final, sin embargo, acabaron rindiéndose a su entusiasmo y obtuvieron para ella una plaza en el colegio mayor femenino Isabel de España. Puede decirse que fue entonces cuando la relación de César y Mercedes arrancó de veras. Junto a ella, César descubrió un Madrid nuevo, que muy poco tenía que ver con la ciudad ingrata en la que había vivido durante los dos años previos. Enseguida empezaron a ver exposiciones. Paseaban cogidos de la mano por las salas del Prado y el museo Sorolla, o por las galerías de Chueca, o por el laberinto de stands de la feria de ARCO, y jugaban a adivinar qué cuadro le gustaba más al otro. Al principio rara vez acertaban y salían a la calle decepcionados pues su falta de tino ponía en evidencia lo poco que se conocían. Pero con el paso del tiempo aprendieron a adivinarse mejor. A Mercedes le atraían las pinturas orgánicas, de matices ricos y terrosos, en especial si no mostraban a las claras su significado. Desconfiaba de la geometría y de los colores primarios y sentía predilección por lo emocional, lo impetuoso y lo imperfecto. Entre sus artistas favoritos estaban Wols, Pollock y Schiele, pero el cuadro que más la conmovía era el Perro semihundido de Goya. Cada vez que visitaban el Prado se quedaba absorta frente a él, observando tan de cerca los detalles —el talud ominoso, el fondo ocre, la enigmática mirada del perro—, que a menudo el vigilante de la sala tenía que llamarle la atención y pedirle, no siempre con buenas formas, que se apartara del lienzo. Las preferencias pictóricas de César eran más llanas que las de Mercedes, pero no menos sinceras. Antes de empezar a visitarlos con ella, él solo había estado en tres museos. A dos de ellos —la Casa de Colón y el Museo Oriental, ambos en Valladolid— lo habían llevado los curas hacía más de una década. Al tercero —el Prado—, había ido algo después, durante una excursión familiar a Madrid, pero no había podido ver casi nada porque, al poco de entrar, a su hermano Ryan se le había revuelto el estómago y había vomitado delante de Las tres gracias de Rubens. El chorro de comida a medio digerir se había precipitado con fuerza contra las baldosas, había salpicado la pared y el marco del cuadro y a punto había estado de mancharle los pies a las hijas de Zeus. Muerta de vergüenza, Teresa Cueto se había ofrecido a limpiar ella misma el desastre, pero un empleado del museo le había dicho con el rostro demudado que lo mejor que podían hacer ella y su familia era marcharse. El arte no había sido una prioridad en la vida de César. Su propensión natural era hacia las cifras y los balances, hacia los deportes —le gustaba verlos casi tanto como practicarlos— y hacia ciertas diversiones convencionales como el cine de acción, los cómics, los juegos de mesa o los parques temáticos. Ver exposiciones con Mercedes no alteró en esencia su elemental criterio artístico —para él un cuadro era bueno si se parecía a lo que representaba—, pero le ayudó a entender que el arte no se hacía solo con las manos, como había creído hasta entonces, sino también —y sobre todo— con la inteligencia y el espíritu. Gracias a las explicaciones de Mercedes aprendió a admirar a Velázquez, a Durero, a El Bosco y a muchos otros pintores que hasta entonces solo habían sido para él unos nombres sin contexto.

Iban mucho al cine, sobre todo al Ideal y al Capitol, donde veían comiendo palomitas los taquillazos del momento, pero también al Renoir y al Doré, dos de los pocos cines de Madrid que ofrecían proyecciones en versión original. En ellos, al menos cuando las películas eran en inglés o en francés —César había asistido a la Alianza Francesa desde los diez años— era él quien se encargaba de las explicaciones. Como Mercedes no hablaba idiomas —aprendería inglés más adelante, después de casarse, cuando empezaron a viajar juntos a los Estados Unidos—, y como a menudo los subtítulos no eran del todo fieles a lo que decían los actores, César adquirió la costumbre de señalar en un susurro las inexactitudes de los textos y de proveer los matices que los traductores se habían dejado en el tintero. También iban al teatro y al Rastro y a los musicales de la Gran Vía y a los conciertos de jazz del café Central. Los fines de semana quedaban con Koldo Ruano y la pandilla de Comillas para tomar minis de cerveza en Malasaña, o cenaban a solas en algún restaurante íntimo de La Latina —su favorito era un italiano llamado La Strada— y luego, un poco mareados por el Lambrusco y los chupitos de grapa, se iban a hacer el amor al piso de Ventura Rodríguez. Pero lo mejor de ese Madrid novedoso que César y Mercedes descubrieron juntos no era su actividad sin pausa ni su inacabable oferta de estímulos, sino la libertad que rezumaba. Caminando por sus aceras vibrantes, lejos del valle de Napa y de Valladolid, de los lugares donde sus nombres y sus rostros significaban algo, ambos se sentían libres para hacer cualquier cosa que les viniera en gana. Podían levantarse a las doce y comer a las cinco. Podían aullar como lobos en la plaza de Callao. Podían salir a diario o, si lo preferían, encerrarse en casa durante semanas. No se trataba tanto de hacerlo, como de ser conscientes de que la posibilidad existía. Lo excitante, lo que los exaltaba y por primera vez en sus vidas les hacía sentirse adultos no era convertir en acciones esos y otros caprichos, sino saber que, si querían, en Madrid podían abrir cualquier puerta, que en esa urbe sin límites eran dueños de sus pasos. Fue para ambos el inicio de una independencia sin retomo.

En enero del año siguiente, Mercedes obtuvo una plaza de becaria en L’Atelier, una galería de arte de la calle Barquillo especializada en pintura contemporánea.

Por las mañanas asistía a clase en la universidad. Por las tardes ensobraba invitaciones, preparaba café, atendía el teléfono, ayudaba a montar exposiciones, disponía los canapés de las vernissage y, en los ratos libres, hojeaba catálogos de artistas. Su diligencia y buen hacer no pasaron inadvertidos a la dueña de la galería —una mujer de modales sofisticados y cabellos flamígeros llamada Pepa Ross—, quien no tardó en convertirla en su asistente personal. También a César le ocurrieron cosas buenas. En quinto de carrera dio una charla en su facultad el director ejecutivo de Asediv, una compañía dedicada al asesoramiento en divisas. Les habló de lo importante que era para muchas empresas estar bien aconsejadas a la hora de comprar o vender dinero, sobre todo si llevaban a cabo operaciones en monedas extranjeras. Con la ayuda de histogramas y gráficos circulares, puso ante sus ojos un mercado financiero boyante, en imparable expansión, apto solo para economistas perspicaces y con nervios de acero, pues se nutría esencialmente de los caprichosos vaivenes de las cotizaciones. César salió de la charla deslumbrado, convencido de que era a eso, y no a vender vino, a lo que él quería dedicarse. Varias noches más tarde, después de hacer el amor, él y Mercedes se incorporaron desnudos en la cama y, entre susurros, para no molestar a los compañeros de César, hablaron del futuro. Lo primero en lo que ambos estaban de acuerdo era en que no querían irse de Madrid. Valladolid se les había quedado pequeño y la sola idea de volver allí, de estrenar su porvenir en los rincones de siempre, los sumía en una desazón inadmisible. Decidieron que, mientras Mercedes consolidaba su posición en L’Atelier y acababa la carrera —aún le faltaban dos años—, César cursaría un MBA en el Instituto de Empresa y buscaría trabajo como asesor en divisas. Luego se mudarían a una casa de su gusto, se casarían y tendrían hijos. Era la segunda vez que César hacía planes de esa naturaleza. Sin embargo, en ningún momento le nubló el ánimo la sombra de su anterior fiasco. Se lanzó sin un asomo de duda a construir su vida con Mercedes. Porque se amaban. Porque ya no se imaginaban el uno sin el otro. Porque Mercedes —saltaba a la vista— no era Lisa McPherson.

A su familia le costó trabajo asimilar que no iba a gestionar las bodegas, como estaba planeado. Sobre todo a su padre, quien hasta entonces siempre había apoyado sus iniciativas. Una de sus máximas favoritas, heredada del abuelo Sean, era que nadie aprende en cabeza ajena.

El corolario natural de esa sentencia era que sin equivocarse no se llega a ningún sitio y, por ende, que cada cual debe dar sus propios traspiés. Esa elástica filosofía había funcionado bien con su hijo, no porque se hubiera hecho un hombre gracias a sus patinazos, sino porque quitando el percance de la piscina de Napa —cuando estuvo a punto de ahogarse debido al despiste de un instructor— y la ruptura con Lisa McPherson, en veintidós años no había dado a sus padres un motivo serio de preocupación. Por eso, porque era un hijo modélico con un historial impoluto, Stephen O’Malley tardó un tiempo en encajar la noticia de que pensaba quedarse en Madrid. Pero al final, como al resto de la familia, no le quedó más remedio que aceptar lo inevitable.

Nada más acabar el máster en el Instituto de Empresa, César recibió una oferta de Asediv. Entró a trabajar con un sueldo de doscientas mil pesetas mensuales —un dineral en aquellos tiempos de vacas flacas— y tres años después se marchó ganando el doble. En el noventa y cinco se incorporó como analista de servicios financieros a la mesa de extranjero de J. P. Morgan. Entonces empezaron los viajes, al principio a Londres, donde radicaba la sede europea de la compañía, luego a todas partes. En diciembre del dos mil lo nombraron jefe de la mesa de extranjero. El ascenso trajo consigo viajes más frecuentes a Londres —raro era el mes que no iba cuatro veces— y un salario astronómico. Su tesón y su sagacidad financiera podrían explicar su éxito profesional, pero solo en parte. Si algo abundaba en el sector de las divisas eran ejecutivos jóvenes con ganas de comerse el mundo, algunos de ellos más ambiciosos e incluso mejor dotados que él. Lo que le hacía destacar sobre el resto no era tanto su astucia crematística, como la tranquila solidez de su carácter. En el fondo, César hacía negocios del mismo modo en que, durante sus años en el colegio San José, había practicado el balonmano y el baloncesto. Respetaba las reglas, pero si las circunstancias lo exigían sabía también moverse en sus resquicios. Era prudente y, al mismo tiempo, audaz. Tenía temple, usaba la agresividad en su justa medida y, lo más importante, no cometía errores. Eso lo convertía en el tipo de asesor que todo cliente buscaba: un asesor fiable.

En dos mil seis, cansado de hacer ricos a sus superiores, César dejó J. P. Morgan, reclutó un equipo solvente y abrió su propia asesoría, OCM —O’Malley’s Currency Management—, en una oficina de diseño de trescientos metros cuadrados ubicada en la trigésima planta de la torre Picasso, en el complejo empresarial de Azca. Su irrupción en el mercado financiero hizo tanto ruido, que empezó a interesarse por él la prensa no especializada, siempre deseosa de airear los triunfos de un hombre atractivo. Durante un tiempo apareció con regularidad en revistas, periódicos y suplementos dominicales, e incluso llegó a recibir una invitación, que rechazó sin titubeos, para ser entrevistado en un programa televisivo de crónica social. El culmen de su notoriedad llegó en noviembre de dos mil ocho, cuando la revista Time lo proclamó emprendedor europeo del año y colocó su foto en la portada. La noticia abrió telediarios y encabezó titulares de prensa. Abrumado por una atención descomedida, que no lo beneficiaba en absoluto —buena parte de su éxito como asesor residía en ser discreto—, César cortó de raíz el contacto con todos los periodistas a excepción de los de economía y regresó con alivio a los algodones del anonimato. Pensó que, tras el polvo levantado, le resultaría difícil permanecer en ellos mucho tiempo, pero por una vez erró en sus predicciones. No había tenido en cuenta lo rápido que la gente se olvida de las cosas.

También en lo personal todo fue sobre ruedas. Al acabar la carrera, Mercedes dejó el Isabel de España y, venciendo la disconformidad inicial de sus padres, que tenían a César en un pedestal pero no veían con buenos ojos que su hija y él vivieran juntos antes de casarse, se mudó al piso de Ventura Rodríguez. Para entonces ya hacía tiempo que los compañeros de César se habían marchado, de modo que desde el principio dispusieron de espacio suficiente para poder estar juntos sin colisiones. Cada uno tenía su propio cuarto de trabajo o, como ellos lo llamaban, su estudio. El de César daba al exterior, al tráfico escaso pero regular que discurría entre las calles Ferraz y Princesa. Era amplio y cambiaba de carácter según el itinerario del sol. Por la mañana, privado de luz directa —estaba orientado al noroeste—, era un espacio opaco y desapacible donde siempre parecía hacer frío. Por la tarde se llenaba de una luz benigna, crecientemente dorada, que invitaba a la calma y al recogimiento. Allí, sentado ante el ordenador 486 y la rechinante impresora de agujas, rodeado de análisis financieros, libros de economía y cuadernos de espiral cuajados de notas y gráficos, César sacaba adelante el trabajo que no había tenido tiempo de despachar en la oficina. No era infrecuente que el alba lo encontrara dormido sobre la mesa, con el flexo aún encendido y un informe a medio teclear palpitando en la pantalla del ordenador. Más tarde aprendió que era mejor mantener separados el trabajo y el hogar, pero por aquel entonces acababan de contratarlo en Asediv y necesitaba las horas extras para poder demostrar su valía. El estudio de Mercedes era más pequeño y daba a un patio de luces lóbrego, descascarado y, en compensación, felizmente exento de ruidos. El lugar perfecto, pensó ella, para poner en práctica la decisión que había tomado al acabar Historia del Arte: preparar las oposiciones a profesor de instituto. Pasaba las mañanas estudiando el temario, sin más distracciones que los esporádicos timbrazos de los repartidores de publicidad y, cuando hacía bueno, los efluvios de guisos caseros que entraban flotando a través de la ventana abierta. Por las tardes iba a L’Atelier, de donde casi nunca regresaba antes de las nueve, cada vez más descontenta por la creciente y, en su opinión, desalentadora tendencia de Pepa Ross a auspiciar a artistas insípidos pero con tirón comercial. Algunas noches hacían el amor. Se quedaban mirándose en el sofá en mitad de una conversación y, sorprendidos por un ardor simultáneo, empezaban a besarse. Se quitaban la ropa el uno al otro y, saltando desnudos sobre las prendas esparcidas, se iban a la cama. Otras noches, agotada por las horas de estudio y por la intensa actividad de la galería, Mercedes se quedaba dormida en el sofá antes de que los emboscara el deseo. La hacía volver en sí algún ruido procedente del televisor. Se levantaba medio dormida, se cepillaba los dientes, se ponía el pijama y se acostaba. A veces, camino del dormitorio, pronunciaba sus frases sin sentido. «Lluéveme miel abajo.» «La culpa es del balcón.» «Este miércoles hay que tender las gaviotas.»

En el piso de Ventura Rodríguez descubrieron que, además de quererse, se entendían bien. No solo se adaptaron sin roces a las exigencias de la vida en común, sino que lograron mantener incólume el calor de su noviazgo. Eran muy jóvenes —Mercedes tenía veintitrés años y César acababa de cumplir veinticinco—, pero no tenían miedo ni dudas. A partir de entonces todo ocurrió muy deprisa. En septiembre del noventa y tres —un año y dos meses después de que iniciaran su convivencia—, César vio un cartel de «Se vende» en un ático de la calle Argensola. Una única visita bastó para convencer a ambos de que aquella era su casa, el lugar donde querían enraizar su familia. Costaba cincuenta millones de pesetas —una fortuna para cualquiera, más aun para una pareja tan joven— y además precisaba una reforma integral, pero lo tenía todo para convertirse en un hogar duradero: techos altos, cuatro habitaciones, dos baños, un salón casi tan amplio como el del dúplex del paseo de Zorrilla y una terraza de cuarenta metros cuadrados desde la que se divisaba un océano de tejados y azoteas. Obtuvieron un préstamo bancario y firmaron el contrato de compraventa enseguida, gracias a la nómina de César y al generoso aval de su padre. La remodelación duró hasta finales de febrero. Fueron meses de ilusión y desorden, un lapso frenético entreverado de planos, martillazos y polvo de obra, marcado por los imprevistos y por el incesante y descuidado trajín de albañiles, carpinteros, pintores, fontaneros y electricistas. Estrenaron su nuevo hogar la noche antes de que empezaran a llevarles los muebles. Hacía un calor inusual para esas fechas. Cenaron pizza con champán en la terraza, a la luz de una luna azafranada y oronda. Vadearon la noche hablando y amándose en un lecho de toallas y esterillas de gomaespuma que prepararon sobre el parqué del salón desierto.

Se casaron el cinco de abril en la iglesia de La Paz de Valladolid, a pocos metros de distancia de la Escuela Normal y de la biblioteca en la que se habían conocido hacía casi una década. No hubo periodistas, ni curiosos atestando las aceras, ni comparaciones con Bienvenido, Mister Marshall, como había ocurrido treinta años antes en el enlace de Stephen O’Malley y Teresa Cueto. Aun así fue una boda espléndida, bendecida con un tiempo impecable, a la que asistieron más de doscientos invitados, bastantes de ellos venidos desde el lejano valle de Napa. Estaban los abuelos Sean y Vilja, frágiles y extáticos en el que habría de ser su último viaje a Europa. Estaba el alegre batallón de tíos y primos con el que César había pasado la mayor parte de sus veranos. Estaba la familia de Mercedes, menos numerosa y más formal que los O’Malley, encabezada por sus padres —que confeccionaron para la ocasión una magnífica tarta nupcial de ocho pisos— y un exultante Pelayo Cruz. Estaban los amigos de ambos, los de siempre y los que habían cosechado en Madrid. Estaba Pepa Ross, quien deslumbró a todos con sus cabellos de fuego y sus maneras de gran dama. Estaban el superior inmediato de César y los colegas más cercanos de Asediv. Y estaba la tata Práxedes, más nívea y pecosa que nunca, con los ojos empapados en una emoción de agua. El convite tuvo lugar en el restaurante del club de campo La Pineda, frente a la piscina y las lomas verdes del campo de golf. Durante los postres, antes de que empezara el baile, César se puso en pie, golpeó con el tenedor su copa de champán y pronunció un discurso breve y emocionado. Rememoró sonriente su primer encuentro infantil con Mercedes en la casa del paseo de Zorrilla. Para júbilo de los presentes, contó cómo, después de poner el den patas arriba, ella se había atado a los pies unas raquetas de tenis y había exclamado muy seria que era Almursen arribando al Polo Sur. Cuando las risas amainaron, dio un salto adelante en el tiempo y la describió vestida de blanco, sentada a su lado en la biblioteca de la Escuela Normal. «En ese momento entendí que no tenía escapatoria —dijo en broma mientras Mercedes se tapaba la cara con las manos para ocultar el rubor, y parafraseando las palabras que tres décadas antes su padre le había susurrado a su madre en el restaurante El Caballo de Troya, añadió—: Supe sin ningún género de duda que, algún día, aquella chica sería mi esposa.»

Pasaron la luna de miel en Australia, disfrutando de sus playas prístinas y de la vastedad roja de sus desiertos.

Luego volvieron a Madrid y pusieron en marcha su matrimonio. El plan de Mercedes era retomar la oposición. La reforma del ático y los preparativos de la boda la habían obligado a abandonar temporalmente los libros. Ahora, sin embargo, nada le impedía regresar a la rutina del piso de Argüelles. Estudiaría por las mañanas, en la calma diáfana de la nueva casa, y dedicaría las tardes a L’Atelier. Calculó que, si se empleaba a fondo, podría presentarse con confianza a la convocatoria del año siguiente. Pero, una vez más, la vida le alteró las intenciones. A finales de mayo supo que estaba embarazada y no dudó en posponer de nuevo la oposición. Sofía nació el doce de enero del noventa y cinco. Llegó sin aspavientos, con unas lágrimas fugaces que enseguida dieron paso a una placidez candorosa: un bebé radiante y meridional, con ojos azul O’Malley, concebido en el fulgor de las antípodas. Dos años más tarde Mercedes quiso reanudar sus mañanas de estudio, pero esta vez fue César quien le hizo cambiar de plan. Para entonces ya llevaba un tiempo trabajando en J. P. Morgan, con un sueldo que alcanzaba más que de sobra para pagar la hipoteca y cubrir las necesidades de la familia. «¿Por qué no abres tu propia galería? —le dijo una noche al acostarse—. Por el dinero no te preocupes. Ya sabes que no es un problema.» Estaba en la cama, hojeando un viejo cómic de Daredevil. Mercedes, aún vestida, se lavaba los dientes en el baño. Al oír lo que había dicho su esposo se asomó a la puerta sorprendida, con el cepillo en la mano y la boca llena de espuma. «No te gusta el rumbo que ha tomado L’Atelier —continuó César, alzando la vista del cómic—. Y a mí me parece que Pepa ya no tiene nada que enseñarte. No sé, cariño. Quizá ha llegado el momento de independizarte.» Mercedes fue a enjuagarse la boca. Luego volvió al dormitorio y se tumbó junto a César. «¿Tú me ayudas?», preguntó con los ojos mojados. «Claro, amor. Yo te ayudo.»

Diez meses después La Caja Blanca abrió sus puertas en un entresuelo de la calle General Castaños, a la vuelta de la esquina del ático de la calle Argensola. Mercedes la sacó adelante con audacia y esfuerzo, exponiendo la obra de algunos de los artistas que, en su obcecada deriva comercial, Pepa Ross había rechazado. Al principio intentó compaginar el trabajo con el cuidado de Sofía y las tareas del hogar, pero pronto se dio cuenta de que no podía ocuparse de todo. Se puso en contacto con una agencia de servicio doméstico y, tras varias entrevistas, contrató a una asistenta para que fuera sus ojos y sus manos en casa. Se llamaba Ramona, tenía cuarenta y seis años y era la ayudante ideal. Limpiaba con rigor, cocinaba platos exquisitos, era discreta y, lo más importante, adoraba a Sofía.

La familia aumentó el tres de septiembre del año dos mil, poco después de que La Caja Blanca acabara de consolidarse gracias a la retrospectiva de un anciano pintor brasileño llamado Ayrton Mendes, autor de unos oleos bellísimos a los que nadie —empezando por Pepa Ross— había prestado atención hasta entonces. «Toma, cógelo», le dijo Mercedes a César desde la cama, levantando el bebé. Era un día transparente, una de esas mañanas sin mácula que solo ocurren cuando agoniza el verano. El sol entraba con brío en la habitación de la clínica La Milagrosa y manchaba de luz el crucifijo de la pared y las sábanas. César cogió al recién nacido y lo atrajo con cuidado a su pecho. Sintió su calor. Su respiración. Los latidos inexpertos de su sangre. «Mira, Sofía —dijo—. Este es tu hermano Martín.» Sofía bajó del sofá en el que estaba sentada y se acercó vacilante a su padre. Alargó el brazo e introdujo el dedo índice en la diminuta mano del bebé. «Hola, Martín», dijo como si estuviera cantando. César sintió en la frente la caricia tibia de un rayo de sol. Devolvió el niño a Mercedes y, emocionado, al borde de las lágrimas, pensó que no se podía ser más feliz.

 

 

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